Es
muy conocido el cuento aquel del pastorcito mentiroso, que mientras cuidaba de
sus ovejas y para divertirse, se ponía a dar gritos desesperados “¡Viene el
lobo, viene el lobo!”, y los otros pastorcitos corrían a socorrerlo y lo
encontraban matándose de risa. Hasta que
un día realmente vino el lobo, el grito y gritó pidiendo auxilio. Pero como
todo el mundo creyó en otra broma mas, el lobo se comió sus ovejas. Este
cuento, nos hace recordar el caso reciente de un amigo nuestro, que para no
herirlo no diremos quién es. Digamos que se apellidaba Martínez, y no era
pastor sino hipocondriaco, es decir, padecía de la manía de creerse victima de
todas las enfermedades, virus, bacterias y parásitos habidos y por haber. Su
propio hijo, nos solía contar con amarga ironía que se bañaba solo con jabón anti
fungoso, que desinfectaba con alcohol el cepillo de dientes antes de usarlo,
que al acostarse a dormir se ponía unas gotas en las narices, y al despertarse,
más gotas, pero en los ojos. En la mesa, revisaba prolijamente los espacios
entre los dientes de tenedores, limpiaba con la servilleta las cucharas y los cuchillos,
y los bordes del vaso. Se hacía tomar la presión una vez al mes, un cardiograma
cada sesenta días. También periódicamente, pedía a un médico amigo suyo ordenes
para análisis de sangre, de urea, de ácido úrico, de orina y etc. para ver si
no tenía “bichos”. En uno de los cajones de su oficina tenía un surtido de
aspirinas, jarabe para la tos, mercuro cromo, curitas, vendas, magnesia,
antialérgicos, alcohol, tintura de yodo y mentolathum, que era una síntesis en
pequeño, del tesoro de medicamentos que tenía también en su casa, para
cualquier emergencia. Como es de prever, siempre estaba enfermo, aunque no sabía
de qué, pero describía los síntomas con lujo de detalles, dolores de cabeza,
occipucio o nuca, dolores de espaldas, mareos, zumbidos en los oídos,
taquicardia, acidez, flatulencia, temblores en las manos, hormigueos en los
pies, punzadas en las rodillas, etc. Naturalmente, su señora e hijos se
acostumbraron a oír sus síntomas y sus reclamos como quienes oyen llover. Y un día,
ocurrió lo inevitable: enfermo de veras, sufrió de veras un agónico dolor de veras, cayó en cama
de veras, pedía socorro a su señora y la señora le decía “¡Salí...! hasta que
por fin sospecharon que esta ves podía ser cierto y llamaron al médico. Que lo
revisó y miró con reproche a la familia, diciendo: "¿Por qué esperaron
tanto?, media hora más y se muere de peritonitis!". Y lo llevaron volando
al sanatorio.
Mario
Halley Mora -. MHM
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