Siempre que quería decir algo, estallaba un infernal
ruido de cadenas, y mi voz quedaba ahogada, y las palabras y las ideas se
hundían en un mar de hierro sonoro, denso, como que gorgoteaba con júbilo
grosero cada vez que tragaba una palabra, una frase. Quería gritar más fuerte
que el ruido, pero no podía, porque el ruido tenía un poder de marejada, capaz
de hincharse de pesada furia y reventar en un estruendo que me dejaba parado,
ridículo, moviendo la boca para modular silencios. Pero uno tiene una reserva
de rebeldía, y una dignidad, y un orgullo que me impedía a pelearme a aquella
mudez impuesta. Entonces, me ponía a correr corno loco a lo largo de los médanos
de mi soledad buscando al enemigo, hasta caer agotado y furioso, arañando la
arena que se deslizaba entre mis dedos con un ruidito que parecía la contenida
risa maligna del mundo. Y todo seguía igual, durante horas y horas, con mi
cuerpo convertido en la lisa superficie de un campo donde bullía el torneo
entre mi voz que quería hacerse oír y el ruido de chatarra que la aplastaba contra
el piso, una y otra vez, hasta que la fatiga lo anulaba todo, menos la
desesperada ansiedad de aire. Lo terrible es que todo seguirá así, hasta que el
Capitán muera, o se canse. No me persigue, pero me acecha. Y eso es lo peor. En
el que nos persigue hay algo tristemente heroico, pero en el que nos acecha,
algo de deliberada maldad de zarpa, el salto inesperado, la risa cortada en el
gorgoteo de una yugular abierta. Tenían que habérmelo dicho, avisármelo. Uno no
tiene la culpa de haber nacido con un millón de ideas vírgenes en las células,
ni de haber escogido unas cuantas para ir puliéndolas a lo largo de los años, y
llevarlas colgadas del pensamiento y exhibirlas, fecundas y poderosas, como
testículos del alma que guardan el secreto de nuestra inmortalidad auténtica, o
por lo menos, de nuestra supervivencia. Pero del otro lado está el Capitán,
recio como un tronco reseco y duro que nutre sus raíces en el arenal, y está orgulloso
de eso, con un orgullo que integra la frialdad de su mirada disciplinada y
fija, que tiene filo de guadaña, ansioso de castrar.
Recordarle produce un temor enfermizo, pero ya lo dije,
uno tiene su orgullo, y amor propio que substituye al coraje, y una conciencia
vaga que parece agarrada al espinazo y nos induce a pensar y a creer que uno está-aquí-
para algo más importante que correr sobre los médanos calientes y arañar la
arena. Entonces, de la misma manera que salía a desafiar al ruido salía a
desafiar al Capitán. Pero el ruido no estaba en ninguna parte y el Capitán
estaba en todas, de modo que debía soportar la condena de quedarme quieto,
incapaz de someter a mi alma a la indignidad de hacer la figura ridícula del
pugilista que pega puñetazos a su sombra.
Mario Halley Mora - MHM
Por favor, necesito el argumento
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