La persecución ya
dura demasiado. Lo vengo persiguiendo a lo largo de una pesadilla que empezó
cuando alguien, no sé quién, bajó corriendo con sus pies descalzos, con su
crinada y sucia cabellera al viento, con su vestido de pieles podridas
tremolando en torno a su cuerpo flaco, de la cima humeante de la montaña, y
trayendo un leño encendido, un trozo de fuego nuevo robado al fuego viejo del
volcán. Y entonces miró la inocencia, que fue asesinada por el fuego no por la
manzana. Y empezó la pesadilla que dura hasta hoy, porque el fuego proyectó una
sombra en la pared pedregosa de la cueva, y la sombra danzaba, y nadie podía
acercarse a ella, porque desaparecía, chupada por la piedra reseca. Fue
entonces que empecé a entrever el principio de esta persecución sin fin: uno
era uno, y era otro. Uno, integro, solido, real, y otro, huidizo, vago, que el
fuego esboza siempre a un milímetro más lejos del alcance de nuestras manos. Y
tiene nuestro contorno, y es como un mapa en blanco de nuestra geografía
personal donde quisiéramos transferir los ríos y los mares, los cielos y los
vientos que sólo podrán caber en ese gemelo elástico con que el fuego nos
maldice y nos bendice al mismo tiempo. Yo empecé a perseguirlo, porque por la
boca de mi inocencia herida brotaba a borbollones la convicción rebelde de que
no se puede ser dos, sino uno, que en un instante uno no puede ser Abel
corriendo tras Caín pidiendo Venganza y al siguiente, Caín corriendo detrás de
Abel, pidiendo Perdón. La herida dolía y urgía, y manaba de los costados por
veinte bocas escalonadas y simétricas, como si por la carne hubiera rodado el
circulo dentado de una espuela, doliendo siempre, con un dolor que se calmaba
cuando la persecución era más fatigosa y desesperada, pero el otro siempre
estaba delante, a veces al alcance de la mano, a veces como un puntito perdido
en la lejanía, pero siempre el mismo, el que yo debía capturar para ser
realmente yo; es decir, un continente soleado con ríos cristalinos y mares tranquilos,
de cielo amplio y de vientos mansos, que iría caminando hasta la cima de todas
las montañas, después de dejar en el camino la chatarra del otro, que pronto
moriría de sed y se volvería ceniza y se esparciría por el paisaje como una
nube de polvo, tenue testimonio de algo que no tuvo por qué existir. Una vez,
solo una vez, lo alcancé. Se había detenido a esperarme en la sombra suave de
una colina, tersa y comba como un seno lleno de leche. Y fuimos uno. Y por
primera vez desde aquel día perdido en el milenio de la cueva, mi nombre sonaba
a noble, porque ya no era más una atemorizada máquina de perseguir. Pero todo
duró poco, porque el tumulto crecía al pie de la colina, donde una multitud se
agitaba y arañaba la tierra y el cielo con una furia indecible. Y todos me
miraban a mí, y tuve miedo, y el miedo corrió por mis venas y abrió en mi pecho
un ancho ventanal hacia la angustia, y por allí escapo el otro, que fue rodando
colina abajo, hasta caer en la vorágine de esa hambre de mil bocas ansiosas que
se agitaba abajo, como cae una abeja entre hormigas voraces. Y la multitud se
lo llevó valle abajo, hasta alcanzar otra colina, donde le clavaron en cruz.
Después vinieron a buscarme, y me acusaron de todos los horrores, y los
ancianos que guardan la tradición me miraban con severidad y con miedo, y
Torquemada se lavaba la boca con agua bendita después de pronunciar mi nombre,
y me metían en una celda donde para respirar un poco de aire tenía que apoyar
la boca ansiosa en un agujero del piso, sorbiendo con gratitud humillante un
resto de oxígeno sumergido en el olor agrio de los sudores de los que odian y
temen al mismo tiempo. No sé si merecía aquel sentimiento, pero la magnitud de
mi crimen, que a veces me daba pavor a mí mismo, y a veces me hacía entrever en
el fondo de mi carne un leve resplandor de orgullo rebelde, me aplastaba,
porque yo había desatado el miedo, yo había pecado capturando el secreto del
fuego, y por mi culpa la gota de agua empezó a gotear sobre la testa empalada,
rompiendo el hueso gota a gota, hasta perforar el cerebro, y por mi culpa se
alzó la guillotina, y el garrote atornilló sobre el grito rebelde su cuerda
nudosa, y la verdad se despedazó en mil mentiras que se erigieron en mitos por
cuya grandeza vacía morían los hombres y se quemaban ciudades. Finalmente, se
olvidaron de mí, y me condenaron a ser libre sin ser yo mismo.
Mario Halley Mora -
MHM
Cual seria el argumento de éste anticuento?
ResponderEliminarcomo podriamos sacar un analisis de los cuentos de Mario Halley Mora
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