La pandorga quedó
preciosa. Los “palitos” de tacuara pulidos y rectos. El armazón redondo y equilibrado.
Las "tajaditas cortadas" azules y rojas, perfectas y minuciosamente
pegadas. Las largas “piriritas" amarillas rodeaban a la pandorga como una
cabellera rumorosa de viento y rubia de sol. Y finalmente, los “barbijos“,
simétricos, milimétricos, matemáticos. Era toda una pandorga, hecha para
conquistar todos los cielos y las alturas más azules. Una obra de arte volandera
que el padre fabricaba para la admiración del hijo. Salieron a la calle llenos
de gozo para asistir al vuelo inaugural de ese nuevo astro de tacuaras y papel
de seda. El padre esperó viento, que sopló, tironeó de la pandorga y el padre
dio hilo permitiendo que se elevara con un rumor de alegría sedosa. Vino otra
ráfaga, y la pandorga la escaló victoriosa. Sacudiendo su melena dorada. Ya se
hacía pequeña en la altura, cuando de pronto sobrevino el fin del mundo. Aflojó
el empuje del viento, que quedó calmo y luego sopló en ángulo distinto. La armonía
se rompió, los barbijos enloquecieron, la larga cola se agitaba buscando apoyo
en el viento que había dado la espalda, y de pronto, una ráfaga inesperada,
impetuosa, salvaje, y la pandorga cabeza abajo que cae trazando un itinerario
de meteoro que se estrella estrepitosamente, con un rasguido de palitos y seda
rotos, en los hilos eléctricos. Y allí queda, irremediablemente prisionera. El
niño mira al padre, pensando que aquel hacedor de estrellas no es tal genio ni
tan infalible como creía.
Mario Halley Mora -
MHM