Extramuros de la ciudad. Sobre la abrupta topografía de una vieja calle
empedrada con toscos pedazos de basalto, pasa bajo el sol del verano y en el
alma de la siesta asuncena, un antiguo carro de llantas de hierro. El ruido que
produce sobre el áspero pavimento es acompañado por el isócrono repique de las
herraduras de un cansino caballo. Es sin duda una estampa cada vez menos
frecuente y como un rezago del tiempo no ido del todo, pero en retirada cada
vez más veloz.
Y también allá por la periferia del suburbio, en la cintura humilde de
la ciudad expandida, discurre por las sendas arenosas, de esa arena roja y fina
de las antiguas calles asuncenas, un minúsculo vehículo de dos ruedas y también
de tracción animal. Sobre el eje va montado un redondo depósito que fue tambor
de gasolina y en cuyo interior ahora hay agua. Es un rezago de aquellos
"aguateros" (aguador, como quería la maestrita de cuarto grado). Es
una imagen con sabor a antaño cuya fugitiva presencia se refugia en su
constante retirada hacia las zonas en cuyas superficies subterráneas aun no ha
extendido sus intrincadas madejas la red de tubos del servicio de agua, con su
linfa depurada.
De todas estas estampas del tiempo añejo que aún persisten, sin embargos,
para sugerirnos nostalgias y añoranzas, es, sin duda, la de la burrerita las más nítida y sugestiva.
La aparición de los desvencijados pero serviciales mixtos motorizo a la
legión de laboriosas de las mujeres trabajadoras, con su invasión diaria a la
ciudad y aquellas "burujhacas" o árganas, como se dice en la dulce y nostálgica
poesía de Ortiz Mayans
El mixto desvencijado pero puntual hoy recorre la campiña muy temprano
y recoge a la mujer trabajadora sostén de su hogar, para traerla a los
extendidos y caóticos mercados ciudadanos en donde se borra cada vez mas esa
imagen melancólica de la burrerita paraguaya. Sin duda, cada día menos frecuente,
pero vivida aun como figura tal vez patética, un tanto transida y un poco
triste pero llena de la evocación de nuestro espíritu, de un tiempo mágico
asociado a la maravilla de la infancia, cuando cada puerta tenia temprano su
burrera diligente con los frutos sabrosos de la huerta asuncena, entonces
circundante y próxima. O la mujer del canasto en equilibrio portentoso sobre la
cabeza. Quizás de esta gimnasia secular de las campesinas de nuestra tierra
devenga esa esbeltez airosa transferida al tipo de mujer paraguaya en una atávica
traslación de causas.
Una regla de oro infatigablemente practicada en países foraneos para
lograr siluetas femeninas capaces de caminar con garbo, incluye un ejercicio en
que ellas se ponen un libro sobre la cabeza y andan tratando de no dejarlo
caer. Quizás un remedo sofisticado de una antigua dedicación autóctona. Pero esa
imagen de mujer, morena y de ojos melancólicos y profundos cuya gran canasta
circular, aureola rustica de sacrificio, delinea su personalidad hecha de
tipismo, es aun mucho más evocadora y hermosa cuando, como ocurre a menudo,
lleva en sus brazos a un pequeñín prendido al seno nutricio púdicamente
cubierto. Un pequeñín con el color de las figuritas de barro cocido de los
pesebres.
Y otra imagen, la del tranvía defendiéndose con gallarda entereza en
sus últimos reductos, ante el avance arrollador de los rodados con motor de explosión
cuyas emanaciones siguen empañando de nubes toxicas el aire todavía puro de
nuestra ciudad, a expensas y en escarnio de los reglamentos. El tranvía cuyos
industriosos trabajadores lo calafatean, repintan y ajustan para realizar
diariamente el mandato de la conquista del pan. Ese vehículo vetusto y ruidoso
pero inodoro y seguro preferido hoy por tantos viajeros. Lo que es un caso único,
pues las ciudades del mundo vieron morir al tranvía de inanición y abandono.
Y así, imágenes queridas de un tiempo en fuga. Ilustraciones ciudadanas
algunas prendidas aun tercamente, y también felizmente, al cambiante panorama de
una urbe que abulta su cintura, y hasta va adoptando el ceño adusto de las
ciudades laboriosas.
Gerardo Halley
Mora
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