“Volver,
con la frente marchita, la nieve del tiempo cubriendo mi sien. ... ", dice
la letra del tango que canta un hombre que envejecido, vuelve al barrio de su
juventud. Otra canción parecida, dice "Vieja calle de mi barrio donde he
dado el primer paso, vuelvo a vos gastado el mazo en inútil barajar". En ambos
casos, el motivo (leiv motiv, diría un pedante) principal es la nostalgia, esa especie
de droga mental a la que son adictos los porteños que hasta dicen que
"Gardel cada día canta mejor". Nada de criticable, porque la
nostalgia, sin ser un sentimiento, o una sensación saludable, tampoco es malsana,
y hasta puede funcionar de consuelo cuando la vejez ha llegado, y no queda otra
respuesta que el hombre se diga "quien me quita lo bailado" y se
ponga a recordar (con nostalgia) tiempos pasados más felices. Es más, no han
faltado aprovechados analistas del comportamiento humano, que han
comercializado la nostalgia, inventando precisamente eso, la moda nostalgia, mediante
la cual las chicas de hoy se visten como las de 1920, o se venden long plays de
boleros de la década del 40 o se vuelven a pasar películas en las que Gary Cooper
e Ingrid Bergman eran jóvenes, y el espectador también, allá en los años cuarenta
de los estrenos. Pero nos hemos salido del tema, que quiso ser el de saludar la
suerte, la buena fortuna del hombre que después de muchos años vuelve a su
viejo barrio de la niñez o la juventud, y lo encuentra igual. Es posible que tal cosa ocurra en Buenos
Aires, pero, en Asunción no. Aquí el progreso edilicio ha barrido con los barrios,
y en muchos de ellos ya no hay vecindarios amables sino las frías moles de los
edificios de oficinas y de departamentos, y ya no hay calles de tierra o viejos
empedrados donde jugaban los jóvenes al fútbol y los chicos a las bolitas. Sino
calles asfaltadas en las que el tráfico no deja a nadie ni asomar las narices a
las calzadas tan amables de antaño. A quien esto escribe al menos, le ocurrió eso.
Quiso caminar por el viejo barrio, y no encontró nada de lo recordado, la
zapatería de don Fabián, el almacén de Ña Juli, la casa florida de Amelia, la
bella del barrio, la sombría residencia de don Severo, el usurero. Toda la cuadra
convertida en una gran mole de concreto, la gente de ayer, convertida en
fantasmas de hoy, aunque, a quien escribe, le quedo el consuelo: la
supervivencia del samuhú en la acera, el mismo árbol en que grabamos un corazón
atravesado por una flecha con las iniciales propias, y la de nuestro primer
amor.
Mario
Halley Mora - MHM
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