El
lector me va a perdonar que le induzca tristeza, pero como nuestros temas se refieren
a la vida, no podemos eludir a veces hablar de la muerte, que es quizás el
momento final, el comienzo de la nada por la eternidad, o el comienzo de otra
vida, enigma que nunca lograremos descifrar. Lo que ocurrió es que el domingo
pasado fuí a visitar la tumba de mi madre. Ocupado estaba en tristes
meditaciones y recuerdos, cuando vi avanzar por la avenida, un cortejo fúnebre.
Deduje que la finada era una dama muy anciana, porque quien seguía el ataúd era
también un caballero muy anciano, flaquito, sostenido por dos robustos señores
que seguramente eran sus hijos, y enfundado en un traje obscuro que le quedaba
inmensamente grande, como si antaño fuera un hombre vigoroso y los años y la
enfermedad lo fueron achicando. Ni que decir, lo grande que le quedaba el
cuello de la camisa del que colgaba una corbata negra anudada de cualquier manera,
y de donde surgía un cuello flaco, nudoso, para sostener una cabeza que iba
camino a ser nada más que un cráneo. Patético. Triste. Si la curiosidad es una
culpa, acepto la mía, porque seguí aquel cortejo, y ví cómo, con esa prisa de
acabar lo más pronto posible que tienen los deudos cuando entierran a una
anciana quizás por mucho tiempo enferma, depositaban el ataúd en un lujoso
panteón, y empezaron a marcharse. Me fijé en el esposo. El rostro sereno, la
mirada perdida, sin expresión. Solo una solitaria lágrima había quedado presa
en una arruga de su cara. Sus dos robustos hijos, uno a cada lado siempre, le
hicieron girar para marcharse, pero se resistió, débilmente, pero se resistió. Por
alguna razón quería que darse más. Quería hacer durar unos minutos más quizás setenta
años de vivir, soñar, sufrir y ser felices juntos, o pensaba que un adiós tan
corto insultaba una vida en común tan larga y fecunda. Pero era débil, y cedió
a la fuerza de sus hijos y se dejó llevar, pero mientras caminaba por la
fúnebre avenida, se detenía una y otra vez, miraba atrás, quería volver, como
si en el fondo de su alma oyera una llamada, un "no me dejes sola"
que laceraba su corazón, pero cedía a la fuerza de sus hijos, y volvía a marcharse.
Confieso que me sentí deprimido y rebelde. Pensé que si fuera mi padre, no lo
llevaría a rastras, lo dejaría solo todo el tiempo que quisiera, todo el tiempo
que necesitara para encontrar la fuente perdida de las lagrimas, o que
susurrara alguna oración digna del largo tiempo vivido, sufrido y gozado, con
la compañera que se iba.
Mario
Halley Mora - MHM
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