Siempre
nos hemos imaginado el gozo, el consuelo y la esperanza que debe inundar el espíritu
del caminante del desierto, sediento, que de pronto se encuentra con la
frescura y la generosidad de un oasis. Ocurre igual en la vida diaria, cuando
nos topamos con un episodio aleccionador, que nos recompensa de las crueldades
de la competencia, o de esta "lucha por la vida" donde es cada vez
más lícito apelar a las uñas, los dientes, los rodillazos. "Tengo 73 años - nos dijo una majestuosa anciana, cuyos cabellos
blancos parecen querer mostrar una orla de pureza - Ejercí la docencia durante
49 años, hasta que me jubilaron. Vi con alegría aquel momento en que empezaba
mi merecido descanso. Pero no hubo tal descanso, porque en medio siglo de
lidiar con los niños, mi vida se condicionó completamente a ellos. Me di cuenta
que necesitaba enseñar para vivir, de la misma manera que necesito respirar
para vivir. Mis oídos buscaban con desesperación el rumor de los recreos y el
sonido de las campanillas, y lo que es peor, aquí, encerrada en mi casita,
tenía la impresión de estar traicionando a alguien. No se si a mí misma, a
Dios, a mi destino. Pero sin una regla en la mano, sin una tiza para escribir
en el pizarrón, sin una pila de cuadernos de deberes que corregir, me sentía
vacía, angustiada, sin una razón para vivir, tanto, que yo que nunca falté a
clase en 49 años por enfermedad, empecé a sentir dolores de cabeza,
inapetencia, desgano. Comprendí lo que me pasaba. La ecuación era simple, si
quería seguir viviendo, tenía que seguir enseñando. Y tomé el teléfono, y
empecé a llamar a exalumnos niños que ya son abuelos y tendrían nietos, y que
ya son padres y tienen hijos. La oferta era en realidad, allá en lo profundo:
"Por favor, socórranme, mándenme a sus hijos o a sus nietos", aunque
en la superficie decía que tenía tiempo libre y podía dedicar a orientar a los
niños en el cumplimiento de sus deberes, en sus lecciones atrasadas. Empezaron
a venir de a uno, y fueron cinco, luego diez y ahora 16, en “turnos de mañana y
tarde”. No cobro sino lo que me quieren dar, y de esa manera, aunque no puedo
volver a la escuela, traje a la escuela a mi casa, y recupere el bullicio, mi
adorado olor a tiza, mi vida mi destino”. Asi de sencilla es la historia de
esta buena señora, que dicho sea de paso, fue alguna vez la maestrita rubia y
deslumbrante de quien se enamoraban los matungos y hoy, mas que maestra, es la
abuelita honoraria de los cabezudos que se atrasan y necesitan lecciones extras.
Mario
Halley Mora - MHM
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