ANTICUENTOS: DEL MIEDO
Me
avisaron - no recuerde cómo - que Valerio me buscaba para matarme. No recuerdo
quien me susurro aquello. Lo entreví apenas, como una sombra, diciendo cosas en
mis oídos, con una voz reptante y pegajosa, como de caracol. Cuando me volví,
ya no estaba - ¿Estuvo realmente? - Una duda saludable me ensancho el pecho y
por mi garganta se coló un intento de risa. Tal vez fuera todo imaginación,
y Valerio no quisiera realmente matarme.
Sin embargo - es innegable - entreví la sombra amorfa y sentí cómo
aquella voz, soplada por el miedo, retorcida y desagradable, me introducía por
los oídos este reptar tembloroso de
gusano herido, que me llena la boca de
acidez - Será el gusto del pánico - pienso
y desde entonces vivo así, esperando que Valerio aparezca, echando lumbre por
los ojos y mordiéndose la lengua para no soltar la palabra del perdón.
Aparecerá, desde luego. No hay escondite posible porque Valerio está en todas
partes, es infernal, muere dentro de una burbuja dorada cuando enciende una linterna
y vuelve a nacer como un borrón vivo de tinta china al apagarla. Valerio está
en todas partes, y en cada minuto es parido, incluso por las cosas que parecen
refugios. Es inútil buscar protección. Valerio rompe el cascaron cada noche y
sale y se levanta y exhibe uñas y sacude su cabellera mojada de sombras que se
desparraman como gotas de alquitrán. Y entonces hay que huir, porque la noche
es el nido abismal donde miles de Valerios patean la envoltura interior de los
grandes huevos de miedo, resquebrajándose la cascara que hace un ruido – lo
oigo nítidamente – como botas policiales marchando sobre grava suelta, que se
acercan rítmicamente, con crujidos de masticación
inexorable, y que quiere atraparme, sin darme tiempo a explicar, a gritar a Valerio
que reflexione, y que se duela conmigo. Yo estuve allí, es cierto. Ni siquiera
intente huir, porque el pavor empapo las suelas de mis zapatos y me dejo
clavado al piso. Miles de ojos me miraban con reproche, y yo sentía la garganta
quemada por el llanto comprimido, pues en todo había una injusticia tremenda
son su carga de verguenza y miedo que me pesaba sobre la cabeza, y me obligaba
a inclinarla sobre el pecho. Odie a la gente que me miraba con reproche, sin
compasión. La odie porque ninguna de esas personas había aprendido que se debe mirarla
culpa del prójimo a través de su miedo, para que la culpa se filtre, se limpie, y asome al otro
lado un poco mas humanizada y más comprensible y mas disculpable, porque al final
de cuentas uno no mata por gusto, y hay miles de razones incomprensibles para
que la muerte nos ponga en la mano su cuchilla, pues sucedió que las zapatas
del freno se mojaron al cruzar el charco aquel, y que la pizarra húmeda no
muerde el acero pulido, y el coche sigue avanzando aunque toda la pierna, todo
el cuerpo, toda el alma incendiada de espanto empujen con angustia el pedal
inútil. Pero Valerio no me comprenderá jamás. El mundo está saturado de su
odio. Lo respiro y reconozco porque tiene el mismo olor de aquel vestidito
celeste y rojo - de sangre - apretado entre la rueda y el asfalto mojado, donde
vi reflejada por primera vez la cara de Valerio, como en un espejo negro que
devuelve las imágenes exactas de la desesperación, del rencor, y del odio que
me condena irremisiblemente a morir no sé cuándo, ni cómo. Hecho cierto como la
luz del sol, que da la razón a la voz de caracol y me induce a imaginar a
Valerio, luciendo en los ojos la tranquilidad mortal del cazador, mientras
retuerce los hilos dorados de una cabellera rubia - de niña - convirtiéndola en
cuerda que me cortara el aliento. La presa soy yo, y mi vida es cerrar ventanas
y puertas y asfixiarme por falta de aire y por exceso de espera. Precaución
inútil, porque Valerio ya está adentro, y siento su respiración que silba y se
acerca ron lenta y letal eficacia de serpiente, que va trepando pecho arriba,
buscando hacerse nudo en mi garganta, hasta que el viejo instinto de vivir libera
sus resortes aplastados por la resignación y la espera, y de un salto, enciendo
la luz, pero inútilmente, porque Valerio se me ha metido adentro, en el
cerebro, preñándolo con el feto tentacular de la angustia, que se aposenta en
el punto más alto de mi conciencia y grita su mandato de morir, con tanta
persistencia, con tan infernal acoso que mi brazo - o el de Valerio, ya no lo
sé - busca la mesita de luz, sus manos o
las mías tal vez - abren el cajón, empuñan la reluciente pistola y apoyan su
caño azul sobre mi corazón, sobre el que - ¿anticipo feliz de lo que esta próximo
a llegar? - siento el agradable frío del metal . . . .
Mario
Halley Mora - MHM
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