Nos
contaba un viejo amigo, viejo como amigo y viejo como persona, que allá por
1938 formó parte de una promoción de contadores, 30 en total, que durante la
era estudiantil integró un grupo muy unido y solidario, que en el momento de la
despedida del Colegio, hizo un juramento: cada 30 de Octubre, a las 9 de la mañana,
se encontrarían todos frente al Panteón Nacional, y de allí irían a celebrar el
aniversario en un bar o restaurant del centro. Durante años, fueron fieles al
compromiso. Sin embargo, el quinto año consecutivo quedaron de los 30, 27. Uno
murió en un accidente, otro se fue al extranjero, y un tercero no apareció sin
explicación alguna. La Revolución de 1947 causó un serio golpe al grupo, que se
redujo a 16. Nos mostró luego una fotografía de 1956, quedaban 12. Pero curiosamente,
esa docena de "sobrevivientes" de la promoción, se mantuvo unida y
sin ausencias hasta 1962, en que se redujo a once, por la muerte de uno de
ellos. La siguiente fotografía que nos mostró, era de 1975, y el grupo se había
reducido a cinco. Y aquí llegamos al episodio melancólico que contó finalmente.
Fue el 30 de Noviembre de 1982. 8 de la mañana. Un hombre se paso tardo y
encorvado por los años - nuestro amigo - concurrió puntualmente a la cita.
Llegó a la hora exacta. Miró a uno y otro lado. No aparecía nadie. Se consoló
pensando que claro, la vejez nos vuelve a todos perezosos e impuntuales, pero
alguien vendrá, alguien vendrá. El reloj marcó las 8.30, las 9, las nueve y
media y nadie aparecía en la cita. A las 10 de la mañana, nuestro amigo no tuvo
más remedio que convencerse: había quedado solo. Aquel grupo bullicioso y juvenil
de 1938 ya no era sino una caravana de fantasmas marchando rumbo al olvido. Ya
no eran amigos, sino recuerdos de amigos. Ya no eran hombres con quienes alzar
una copa y brindar, sino nombres escritos en la lapida fría de la nostalgia. Con
paso arrastrado, nuestro amigo se marcho. Caminó por la calle y sus pasos le
condujeron a las puertas de aquel antiguo restaurant alemán de la calle Eusebio
Ayala bajo cuyas añosas palmeras brindaron en grupo por el ayer hermoso, por
los ausentes y por la buena fortuna de los presentes. Pidió un chopp que se lo
trajeron. Un chopp tamaño "imperial", dorado, helado, y con una
espuma como de nieve. Contemplo su vaso. Lo alzo brindando por los fantasmas
del pasado y murmuró “Salud, muchachos”, antes de beberse todo de una sola vez.
Después, ya no me pudo seguir contando . . .
Mario
Halley Mora - MHM
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