Mientras tanto,
yo volvía a vivir. Al menos de tal milagro me di cuenta al despertar una
mañana, y recibir en el alma como un torrente de agradecimiento, cuando sentí
que el olor de café que venía de la cocina, y el dolor de mis nalgas
acribilladas de inyecciones, y el cuadro de San Cristóbal cruzando un río con
el Niño en brazos, tenía nuevamente significado y presencia. Vivir, después de todo,
era hermoso, pero no por contraposición a la fealdad de la muerte, sino por sí
mismo, por el acto de oler café, sentir la carne dolida y pensar que como San
Cristóbal, aun tendremos oportunidad de vadear el río una vez por jomada,
llevando en hombros nuestra esperanza, hasta depositarla en la otra orilla del
día.
Y no me
amargaba ni aterrorizaba la experiencia pasada. Si aquel agradable golfo de
silencio tocaba las playas de la muerte, resultaba que la imagen que de ella
teníamos estereotipada, era falsa. Estaba desprovista de horror y de angustia,
y aunque no había alegría en ese navegar cansino hacia la playa arrebujada de sombras,
había, empapando los últimos jirones de la conciencia, una suerte de
complacencia, la misma que en escala mayor se siente al regresar de un viaje, y
arribar a la estación donde nos espera el flaco incentivo de nuestra rutina
cotidiana, tal vez lo más parecido al “misterio de la muerte” que pueda ofrecer
la vida.
Siempre he
mirado a los médicos con absoluto respeto. Desde niño, los vi con el aire sabio
de hermanos menores de un Dios que si es capaz de damos la vida, se ha cuidado
de otorgar a los médicos el poder de devolvérnosla cuando amenaza acabarse. Por
eso, agradecí con lánguida sumisión de enfermo, la buena nueva que me dio mi
médico, cuando me declaró fuera de infección y listo para seguir el tratamiento
de recuperación en el Hospital de donde me habían traído. Me ayudó a dar mis
primeros pasos hasta el automóvil de alquiler que me esperaba, y Dios sabe la
vergüenza que tuve, cuando me di cuenta que lo único que podía darle en cambio
de mi vida, era un apretón de manos. Pero él al menos, parecía satisfecho.
Durante el
viaje al Hospital, no me sentía tan débil, pero mi madre estaba a mi lado,
jugando silenciosa su papel de heroína callada. Adivinaba su euforia de
vencedora, que hasta tenía de un inesperado tono rosa sus mejillas y su frente.
Entonces, recliné mi cabeza en el hueco de su hombro. Mas repito, no me sentía
débil pero deseé hacer total su sensación de victoria, y según creo, ninguna medalla
enorgullece más a una mamá vieja que la cabeza del hijo posada en su pecho,
regresado aquél del peligro, en viaje tan jubiloso y alado, que se arrastraba a
sí mismo a través de los años, y desembarcaba en una niñez refugiada hasta
siempre en el regazo materno.
Llegamos
al Hospital, descendí del automóvil y ayudado por mi madre, me apersoné en la
administración, para solicitar de nuevo mi ingreso. Expliqué al ceñudo funcionario,
ayudado por rítmicos y grandes gestos de asentimiento de mi madre, que yo era
el enfermo de la cama 124, que había sido trasladado a Infecciosos, y que volvía
para seguir mi tratamiento. El funcionario, que se daba mucha importancia a sí
mismo, partiendo de la premisa de que en cierto modo, tenía poder de vida y muerte
sobre las esperanzas de los enfermos, consultó un libro, me miró, volvió a
consultar el libro mientras mi madre contenía la respiración y me dijo
tranquilamente:
-Ud.
no puede volver a ocupar la cama 124.
-Entonces,
deme otra - pedí.
-Imposible,
usted no puede ocupar ninguna cama.
-
¡Pero Ud. ve que estoy vivo! -protesté.
-Bueno,
eso es indudable - concedió graciosamente - pero administrativamente usted está muerto.
Y de acuerdo al reglamento, no puedo enviarle a usted a una cama, sino al
Depósito, para la correspondiente autopsia.
-Me
niego a ir al Depósito - afirmé enfáticamente - Necesito una cama, y si sus papeles dicen
que estoy muerto, sostienen un error.
-Es posible... -me dijo.
-Entonces,
corríjalo -supliqué.
-
¡No es de mi competencia! - exclamó con aire ofendido-. El
error, si lo hay, proviene de otro Departamento, forma parte de un expediente
completo, y yo no tengo atribuciones para enmendar errores de otras
dependencias, ni usted tiene derecho a exigirme que me extralimite en mis
funciones - Golpeó la carpeta con la palma de las manos-. Si aquí dice que usted está muerto, es que está muerto...
-¡Pero
si estoy vivo - repetí-. Míreme, respiro, hablo!
-Sí,
sí, lo veo...
-
¡Entonces, reabra la carpeta y deme una cama!
-Imposible -
sentenció-. Por dos razones: primera, no
me está permitido reabrir carpetas ya cerradas. Segunda: ¿Qué providencia voy a
poner...? “Certifico que el fallecido enfermo N° 124 se ha presentado reclamando
una cama, y en abono de su solicitud respira y habla”. Sería una negación de
todo el expediente, joven, y un expediente es cosa respetable. Mire - lo
abrió ante la respetuosa mirada de mi madre-. Está lleno de firmas y de sellos. Además, la última providencia dice:
“Archívese”... y eso significa . . . eso, ¡archívese!
Comprendí
que era inútil discutir, y me marché apoyado como siempre en el brazo de mi
madre, que había perdido su rubor de victoria. Ya en la calle, tuve una súbita
inspiración.
-Volvamos - le dije a mi madre, y
regresamos a la oficina.
-
¿Otra vez usted? - me dijo el Administrador.
-No - respondí- Yo ya no soy yo, sino otro. El enfermo 124 realmente ya murió.
-Ya
sabía yo, los papeles no se equivocan - afirmo complacido.
-Está
bien, pero estoy enfermo y necesito una cama - solicité..
-Perfecto
-
contestó-, pero sigamos el trámite de rutina,
llene esta ficha.
Llené la
ficha, mientras él empezaba a borronear una virginal carpeta nueva.
-Y
ahora vaya y entréguela a la enfermera de la Sala 6 - me
ordenó.
Fui y le
entregué la ficha y la carpeta a la enfermera de la Sala 6, que me hizo esperar
media hora, después volvió y me dijo: -Pase,
el doctor Fernández le va a inspeccionar.
Explique
al Dr. Fernández lo de mi muerte. La cosa se aclaró, la sentimental y
apresurada enfermera que me mató administrativamente fue objeto de una
reprimenda y fui conducido de nuevo, a la bendita cama N° 124, que a Dios
gracias, estaba libre.
Y ahora,
sí, me recupero de veras. Todo es alegría a mi alrededor, la cara de mi madre,
las manzanas que me envían mis amigos. Todo menos la rencorosa mirada que me
dirige el Administrador, cuando va al baño y pasa frente a mi puerta. Por mi
culpa, ha tenido que reabrir un expediente que ya tenía al final un sacrosanto
“Archívese”. No me perdona el haber puesto una piedrecita en la aceitada
máquina de su adorada rutina administrativa. Paciencia.
Mario
Halley Mora - MHM
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