Estaba
sumergido en un dolorido golfo de silencio. Pero la voz del médico se abría
paso hasta mí, como un lejano susurro de olas, con la diferencia de que aquel
sonido tenía para mí un sentido claro, que llenaba mi pasiva indiferencia de
enfermo con una información redonda, total, en cuyo perímetro apenas se
agitaban mis ganas de seguir viviendo. “El hombre está muy grave” decía el susurro
de olas lejanas, pasando sobre las aburridas escolleras de mi mínima resistencia.
Y seguían otros conceptos: “Infección”, “contagioso” y “necesidad de aislamiento”.
Después en
mi camilla sostenida por jadeos resignados, fui navegando a lo largo de un
corredor triste como un río sin peces ni pájaros, con la vista clavada en un
cambiante cielo de tejuelas y maderas, hasta desembocar en el portal amplio, donde
una ambulancia me esperaba, toda blanca en su presunción tonta de figurar en el
otro extremo del luto.
El
vehículo se puso en marcha. Y agradecí que no sonara la sirena, pues siempre
pensé que en su ulular insolente había una vacía ostentación de la angustia del
que sufre, o de la caridad asalariada del que la conduce. Miles de sonidos
callejeros penetraban en ese submundo sin matices ni aristas en que yacía. Y
nada me decían hasta que un sonido especial se abrió paso, distinto y renovador,
como un salvavidas que cae al agua y finge una islita de esperanza en la
irreversible soledad del mar. Era nada más que un grito, de niño pregonando un
diario. Todos los dolores del planeta bajo las sudadas axilas de un niño, y en
su grito, la vida, la realidad de la lucha vibrando en los tímpanos del mundo.
Me aferré al salvavidas y deseé vivir con tantas ganas que sentí que una
lágrima se abría paso entre los pelos de mis barbas y caía en mis oídos.
Llegamos
al sitio destinado a los infecciosos graves, y cuando otra camilla me conducía
hacia el edificio, pensé que era tan raro que aún allí, fuesen tan verdes los
árboles y tan puros los cantos de los gorriones. Después, un nuevo lecho, nueva
enfermera, nuevos médicos, y yo tratando de darles ánimo, mostrándoles mis
manos engarfiadas a la larga cuerda del salvavidas.
El lecho
que esa mañana abandone para ser trasladado, aún estaba caliente cuando fue
ocupado por otro enfermo. Al pie de él, una enfermera había hecho un pulcro
paquete con mis pocas pertenencias. Mi madre entró silenciosamente en la sala,
con su cara vieja pintada de angustia, alzó el paquetito que olía a mí, y se lo
llevó en sus brazos, con el mismo gesto con que me llevaba acunado, cuando yo
era bebé.
-Creo
haber dejado aquí las pertenencias del enfermo N° 124 - decía
la enfermera, que acababa de tomar el tumo.
-Acaba
de llevárselas su madre -respondía otra y añadía- Se fue llorando, la pobre.
-¡Era
tan joven el 124! -Suspiraba la enfermera.
En una
polvorienta oficina de los fondos del Hospital, existe un fichero metálico.
Dentro de sus cajones que chirrían con aspereza de herrumbre al ser abiertos
hay ordenadas fichas que guardan la historia de cada enfermo. Son, dentro del fichero,
tres cajones superpuestos.
En el
medio, están las fichas de los que luchan por vivir. Si alguien muere, allí se
anota el hecho, la ficha va a la junta semanal de médicos, donde “el caso” se
discute y analiza, y la ficha vuelve . . . al cajón de abajo. Pero si uno sale
curado, o por lo menos, con capacidad de prolongarse un poco más, en la
cartulina se anota “alta', es objeto de la consabida discusión en la junta
semanal, presumiblemente en tono más alegre, y vuelve, pero al cajón de arriba.
Nunca conocí síntesis más gráfica y más breve de la vida y de la muerte, que
ese bendito fichero de tres cajones.
La joven
enfermera que tanto se dolió de la mala suerte del enfermo 124, que era yo, y
que del llanto de mi madre, de mi abandono de la cama y del rescate de mis
pobres cosas, dedujo que «durante su ausencia me había muerto, abrió el cajón
del medio, buscó la ficha N° 124 y estampó en la última columna: “Fallecido”.
Con un
femenino suspiro de pena como último homenaje al 124, colocó la ficha en la
carpeta marcada “Junta de médicos”, cerró la gaveta y se fue.
sigue en parte 2 . . .
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