PERRITO
Sus grandes ojos dorados
miraban a través de los barrotes de la jaula con desconcertada tristeza.
Perrito no comprendía, no podía comprender aquello.
La rudeza del hombre de la
cuerda que casi lo ahoga, a él, que se sabía pequeñito y bueno. La jaula
rodante y la baraúnda de perros cautivos. Nunca Perrito había visto tantos perros
juntos. Perros furiosos que mordían, perros tristes que gemían dulcemente
asomando el hocico entre los barrotes, como si el único aire respirable fuera
el aire viejo y amigo de la calle. Y ahora, esto, la jaula de alambre bajo los
árboles y más perros que llegan en la jaula rodante, y otros que eran metidos a
la fuerza en aquel obscuro cajón del fondo, cuyas puertas, cuando se abrían, dejaban
escapar un aliento agrio, y tras el aliento, una mansa procesión de perros
dormidos, tan dormidos, que no despertaban ni con el traqueteo de la carretilla
que los llevaba lejos, más allá del barranco.
Definitivamente, Perrito no
comprendía aquello. Sólo existía la presencia de una gran tristeza. ¿Dónde
estaría el "amo chico”? Los “amos grandes” podían haberlo olvidado, pero
el “amo chico" no. No tenía hambre, ni sed, pero quería sol, espacios
abiertos, pasto húmedo y vientos viejos, cosas compartidas con el “amo chico”.
¿Dónde estaría el “amo
chico”...?
-Papá... ¡miralo! ¡Lo
encontré en la calle!
En los brazos del niño
palpitaba una pelotita de lana blanca y suave. La tenía apretada contra su
corazón, tan apretada que la lana blanca soltó un gemido.
-¿Lo ves, papá...? ¡Es un
perrito...! ¡Es mi perrito...!
El niño esperaba, tembloroso
de miedo y de felicidad. Miraba a su padre, y la felicidad se apagaba y el
miedo crecía. Papá se estaba volviendo alto, cada vez más alto, como cuando se
preparaba a hacer algo que él intuía desagradable.
- No. No podemos tener un
perro. La casa es pequeña.
La pelotita blanca era suave
y caliente sobre la piel de su pecho. El perrito era suyo. El lo había
encontrado en la calle, había corrido con él hasta caerse de cansancio, mirando
atrás, mirando atrás, huyendo de la calle, de la gente, de una voz que
reclamara su perrito.
-¡Papá...! lloriqueó.
-No.
Nunca su padre había sido
tan alto, tan invencible. Nunca el “no” tan rotundo. Venía rodando desde una
montaña como una piedra redonda que lo aplastaba y exprimía de su cuerpo toda
la lágrima que cabía adentro.
-¡Es inútil que llores,
hijo! ¡Hay que ser hombre!
El no quería ser hombre.
Quería ser un niño y tener un tesoro de vida blanca y tibia sobre su pecho. La
piedra redonda pesaba sobre su garganta, y el arroyito de lágrimas fluía y
fluía.
-¿Por qué llora el nene...?
A través de las lágrimas,
vio la imagen borrosa de su madre que se acercaba. Una esperanza. La montaña ya
no era tan árida. Había sobre ella la presencia de un viento fresco y un sonido
como de agua que corre suavizando piedras.
-He traído un sucio perrito
de la calle y...
-¿Un perrito? Dejáme
verlo...
Tendió el animalito a su
madre. Ella lo tomó en sus brazos. En su pecho, allí donde estaba apretado el
perrito, se enfriaba, un sudor cálido.
-Pero si es tan bonito...
querido.
-No.
-No debemos lastimar al
nene.
-¡Ni siquiera es de raza!
¿Raza...? ¡Pero si era un
perrito completo! ¿No bastaba eso?
Un hocico rosado para
husmear alegremente su rastro entre las basuras del baldío, mientras él se escondía
en lo alto del naranjo. Y unos ojos dorados, y una colita peluda que se agita
en frenética bienvenida cuando él regresa de la escuela. ¿No bastaba todo
eso...?
- Tómalo, querido. Anda al
jardín y espera.
La esperanza crecía. Cuando
lo mandaba afuera para discutir algo, el regreso era para saber que mamá tenía
razón. No sabía cómo. Pero mamá siempre tenía razón cuando él regresaba.
Salió al jardín, con el
perrito que se había puesto a chuparle la camisa abierta, en los brazos. La
puerta se cerró tras él, y oyó el canto de grillo del cerrojo al correrse. De
adentro llegaba un apagado rumor de voces. Voces sin palabras. La voz cálida de
la madre. El eco macizo de la voz del padre, en rápida sucesión de marea. Se
sentó en el césped y miró su tesoro vivo con infinito amor. Una pulga veloz
cruzaba la sedosa pelusa de la panza rosada. Trató de atraparla, pero no pudo.
Sintió que las voces de adentro ya no se enfrentaban, se unían, se volvían una
sola, arrulladora e íntima. Cerró los ojos y tras la obscuridad roja que el sol
fingía en sus párpados, empezó a ver la imagen de la montaña vencida, el agua
clara que fluía y roía la piedra redonda del “no” invencible, volviéndola
pequeñita, inofensiva, pura mentira. Siguió esperando por mucho tiempo.
A sus espaldas, la puerta se
abrió. Se volvió, vio a su padre que lo contemplaba desde el umbral.
-Entra, hijo.
Se levantó y se encaminó al
encuentro de la puerta y de su padre. Detrás de ambos estaba la felicidad.
Su padre le quitó el
cachorro de los brazos, y colgándolo de la piel del pescuezo, lo miró,
arrugando la nariz.
-¿Qué nombre le
pondremos...?
-¡Perrito!
-¡Pues anda a bañar a
Perrito! ¡Está asqueroso...!
Perrito fue creciendo
poquito a poco, mientras el niño asistía con paciencia a ese lento proceso que
se operaba en el cachorro, que pronto no sería cachorro, sino un poderoso
mastín que hasta serviría de caballo, tanta fuerza tendrá.
Pero Perrito se detuvo muy
pronto. Prefería ser un chiche blanco y peludo. Un cachorro regalón para toda
la vida: un perro de juguete, que ladraba también de juguete.
Y el niño se conformó.
Después de todo, era más que un perro. Era su perro. Pequeño, sí. Pero
reventaba de vida y alegría.
-¡Perritoooo! ¡Mírame...!
¡Soy el más valiente vaquero de las praderas...!
El caballito de palo giraba
y giraba en la calesita, perseguido y perseguidor en su eterno galope circular.
. .
Y Perrito se volvía loco.
Loco. Siguiendo con alegría desesperada el galope sin saltos del caballito de
palo, temeroso de que el “amo chico" se fuera lejos, más lejos que el pan
con manteca que le alcanzaba por debajo de la mesa a la hora del té. El “Amo
Chico” no debía irse, porque el amo chico era el mundo, la frazada tibia de su
lecho, el agua fresca que llovía sobre la bañadera y la gran toalla suave que
envolvía su cuerpo deliciosamente helado.
Pero el caballito de palo no
se detenía. Y Perrito ladraba locamente en torno a su itinerario de rueda...
-¡Amo Chico! ¡Amo Chico...!
Hasta que el galope sin
saltos se detenía, el “Amo Chico" se apeaba, y tendía sus brazos para que
Perrito saltara y se arrebujara como un pedazo de sol contento y gimiente
contra el cuerpo del “Amo Chico” rescatado de aquel galope hasta más lejos del
mundo querido por los dos.
-¡A casa... Perrito...!
Las calles abrían sus
bocazas anchas, para que los dos corrieran a lo largo de la sonrisa del mundo.
Hasta la casa donde esperaban el té y el pan con manteca. Hasta la casa,
pasando por el prado de la plaza para mordisquear la hierba y para hundir el
hocico sediento en el agua de la fuente. Corriendo, siempre corriendo,
sintiendo que la brisa ponía en las orejas flotantes campanitas de rumores
apagados.
¡Corre...! ¡Perrito...!
¡Eh... eso no se hace...!
Perrito lo sabía. Pero no
podía evitarlo. El olor estaba allí, en el tronco, mezclando con jugos, con
savia, y con vida. Mezclado, pero solo, invitante. Y la patita se alzaba,
saludando a la delicia que era más grande porque se iba cantando a través de su
cuerpo, y quedaba en el tronco con su nuevo olor, como el testimonio de su
paso, dejado allí para que otros perros testimoniaran el suyo.
-¡Vamos, Perrito...!
A seguir corriendo.
Corriendo. Reconociendo de paso los viejos perfumes del mundo. El aliento
hiriente de la farmacia de la esquina, el tufo caliente y grato de la
panadería, el regusto delicioso que fluía arrollador en el bostezo rojo de la
carnicería. Corriendo, siempre corriendo, hasta la casa, hasta el pan con
manteca y el baño frío y la toalla suave.
-¡Cuidado... Perrito...!
Y había en la voz asustada
del niño un temblor de miedo. Perrito se empequeñecía ante el peligro mientras
el perrazo miraba a aquel congénere enano con ojos curiosos. Perrito temblaba
de miedo, mientras el enorme hocico frío le olisqueaba concienzudamente el
trasero, y las patas musculosas se alzaba en torno a él como columna de una
catedral viva y terrorífica.
Perrito y el niño quedaban
quietos, temblorosos, conscientes de aquel bravo manojo de músculos, nervios y
colmillos. Y después el suspiro de alivio, cuando el perrazo, satisfecho de su
examen, daba paso, y Perrito se alejaba lentamente, con la colita peluda entre
las patas, y rengueando lastimosamente, por lo que pudiera suceder.
Y otra vez a correr, lejos
del perro aquel que después de todo, era un buen perro, viviendo los dos la
sonrisa ancha del mundo, saltando - en las aceras sobre la sucesión de sombra y
sol, sobre la sucesión de la frescura y la tibieza, sobre la sucesión urgente
de los latidos de la vida, allá dentro de las venas del perro y el niño.
Hasta irrumpir en la casa,
con la divina suciedad del ancho mundo en las patas y en el calzado,
aterrorizando la cocina, santuario cálido donde el perfume vivo de los
alimentos simulaba un incienso grato. El tintineo de la vajilla, leche, té, pan
blando nimbado de oro, y caricia cuidadosa del cuchillo pulido que va dejando
una costra de manteca sobre las migas de nieve.
La lengua golosa resbalaba
sobre la manteca. La miga blanca se deshacía bajos los colmillos de juguete. El
crujido delicioso de la costra tostada, entregando su jugo salado, mientras la
panza se enfriaba dulcemente sobre las baldosas del piso. Y cuando ya no
quedaba más, la lengua avarienta de sensaciones arrancaba de su escondite entre
los pelitos del hocico hasta el último resto de sabor travieso.
Modorra. Paz. Allá en el
patio, donde la piedra losa guardaba un poco de sol que se había ido, el sueño
tranquilo. El sueño despierto de los perritos buenos, mientras los gorriones,
desde el otro lado del sueño, derramaban su trino líquido, y el aire se poblaba
de olores amigos, de voces que se hacen música para arrullar.
-¡Perrito...! ¡Perrito...!
Pero él prefería dormir.
Estaba cansado.
-¡Perrito! ¡Perrito!
Perrito dormía en el centro
de un mundo grande y feliz.
Aquel día, cuando el rayo de
sol de todas las mañanas entró por la ventana a dar los buenos días a los dos,
sólo le respondió Perrito, arrebujado al pie de su amo, sobre la cama ancha y
blanda, Perrito saltó al suelo y bajó velozmente a la cocina. Pero esperó en
vano. La rutina se había roto, y empezó otra rutina nueva y extraña. El
"Amo Grande” no fue al trabajo, con su portafolios oloroso de cuero y
sudor bajo el brazo. Hablaba por teléfono, discutía en voz baja, y miraba
arriba, donde el “Amo Chico" seguía durmiendo su sueño extraño de la
noche, su sueño inquieto, su sueño enfermo.
Cerraron la puerta para
Perrito. Y pasaron noches y más noches. Noches solas, y días olvidados, con
hombres grandes que subían y bajaban las escaleras, mientras el “Ama Grande” y
el “Amo Grande", en un juego extraño, se escondían una de otro para
llorar.
Después, el “Amo Chico"
se fue. Se fue dormido en aquella caja blanca y llena de flores, en aquellos
automóviles negros. Los “Amos Grandes” volvieron, pero el "Amo Chico”, no.
Los “Amos Grandes" traían de la mano una gran tristeza, que se quedó en la
casa.
Perrito no pudo soportar la
presencia de aquella tristeza intrusa en la casa. Y salió a buscar al niño.
Olisqueando rastros por calles y plazas, y a lo largo del galope circular de
los caballitos de palo, donde descubrió el olor del “Amo Chico”, pero no al
chico. Perrito siguió buscando y buscando por las calles, hasta que lo atrapó
el hombre de la cuerda.
Perrito sintió que la gran
tristeza de la casa había venido tras él, prendida a su cola. Por eso estaba
triste, en su jaula de alambres. Hombres enormes venían y se llevaban a los
otros perros hacia el cajón de olor agrio del fondo. La jaula quedaba vacía, sólo
quedaba él, y un perro viejo que dormía dulcemente. Volvieron los hombres
enormes, y uno de ellos se llevó a tirones al perro viejo. El otro miró a
Perrito. Lo alzó en sus brazos robustos, y teniéndolo contra su pecho ancho,
con ternura infinita y agradable, se lo llevó también hacia el feo cajón del
fondo.
Perrito despertó. Ya no
quedaba pegado a su hocico aquel insoportable olor agrio que fluía de las
paredes como un humo burlón. Estaba en una pradera verde, donde había hierba
mojada y fuentes de agua fresca.
-¡Perrito...! ¡Aquí...!
¡El Amo Chico...! Perrito
salió disparado, hasta encontrarlo. Y lo encontró. Y le humedeció toda la cara
con su lengua cariñosa.
Después, los dos, amo y
perro, se fueron corriendo juntos, a través de aquel prado verde y grande, tan
grande como el cielo.
Mario Halley
Mora – MHM
(Premiado por la Revue Françaíse de París con el galardón Víctor
Hugo)
ta potente el cuento
ResponderEliminarXD
ResponderEliminarqueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee
ResponderEliminarxd
Haso
ResponderEliminarMentira muy bueno este cuento kp
ResponderEliminarNo puede ser wtf kp
ResponderEliminarMuy corto
ResponderEliminar😢
ResponderEliminarMuy lindo el cuento
ResponderEliminari puku kk y la profe quiere que copiemos completo a mano
ResponderEliminarHermoso el cuento!!! ❤️
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