Pero la
historia es la de la operación, o mejor la no-operación de don Evaristo.
Conocedor de sus males, le pregunte cuando
se operaba y su respuesta tajante fue "Jamás" y paso a explicarme la razón
de su sinrazón. "Recordaras que hace como 9 años me opere de la próstata.
¿Sabes que los médicos y los torturadores tienen algo en común?"
Que
disparate, le dije. Me miro fijo y continuó. "Ambos tienen la maldita vocación
de humillar al prójimo. ¿Te cuento lo de
mi operación?. Preste atención a su relato. "Cuando esa mañana llegue al sanatorio, en ayunas y con
un pijama de seda que mi señora, que en
paz descanse, compro para la ocasión, me
dieron la pieza en el sanatorio. Una enfermera jovencita y hermosa vino y me
dijo gentilmente que desnudara. Iba a meterme en el baño para que la niña no me
viera en pelotas cuando ella se rio y me dijo que sacate la ropa aquí, amorcito,
no tengas vergüenza, y recogía eficientemente mi pantalón, mi camisa y mi
camiseta y mis calzoncillos. Intimidado, me desnudaba dudando si mostrar la
parte trasera o delantera de mi anatomía, tratando de elegir sobre la marcha
entre dos tipos de vergüenza relacionados con el activo y el pasivo del cuerpo humano. Agarre mi piyama nuevo de seda
para vestirme lo más rápidamente posible, pero ella dijo eso no abuelito, ponete
este, y me paso una especie de sotana verde, pero al revés, porque no tenía
botones adelante sino un cordoncito como una babero para la nuca donde la niña
hizo un moño, quedando la parta de atrás todo abierto y dejando mi trasero al
aire. A esta altura ya me sentía avergonzado, deprimido. Me acosté en la cama boca
arriba y la niña me ordeno perentoriamente que me pusiera boca abajo porque iba
a venir la doctora a ponerle una "inyeccioncita tranquilizante". Se fue
ella y entro la doctora, que mas parecía una modelo que una doctora. Yo estaba
boca abajo sosteniendo pudorosamente mi contra sotana verde cuando ella riendo
no se por qué aparto mi vestimenta con la indiferencia con que se corre la
cortina de una ventana con vista al jardín y me clavo una larga aguja sin consideración
alguna. Sentí un poco de modorra, casi
sueño, y me pareció que entraba una camilla , que entre cuatro enfermeras y un doctor me alzaban
como una bolsa de papas en una carretilla y fui por un largo pasillo, saltando
de una luz a otra. Adentro, una aguja en el brazo,
otra en el espinazo, me dijeron que cuente de diez hasta cero, y cuando recordé
estaba de nuevo en mi cama, enfundado en mi forro verde con un frasco grande como un barril de suero conectado
a mi muñeca. Vino el médico y me felicito porque según el nuca había visto una próstata tan hermosa como la mía y
que la operación había sido toda una belleza. Creí que me iban a permitir dormir,
pero entro una enfermera gorda, madura y canchera, con una bandeja donde había
un atemorizante contenido de lo que parecía unas largas camillas y tubitos de plástico.
"A ver a ver mi tesorito, vamos a ver un poquito guapo porque no duele nada”
decía mientras apartaba mi poncho verde
por delante, se apropiaba sin vergüenza ni respeto alguno de mi héroe de cien
batallas y me metía hasta la vejiga la canilla con el tubito cuyo extremo desaparición
bajo la cama, dentro de un frasco. Más tarde, la veterana y cariñosa enfermera, me decía “vamos
a pinchar un poquito el dedito de mi novio guapo" y me ensartaba una
dolorosa aguja en el dedo . Y las inyecciones, cuatro o cinco al día, todas con
un repertorio tierno como “va a salir hecho un pendejo del sanatorio mi
tesorito“, “nuca vi un muchachito tan guapo y sufrido" . “No pongas na
duro el culito mi amor que te va a doler" y otras expresiones de cristiano
consuelo.
“Y al fin, capítulo aparte para las visitas. Todas
expresiones de solidaridad y de preocupación. ¿Pero por que duran tanto?. Hay amigos y parientes que cuando visitan a un enfermo, parece
que piensan que ya están en su velorio.
Se sientan, se quedan horas, preguntan diez veces sino queres un poco de agua,
si no querés usar el gallo o la chata, increíblemente afanosos de ser útiles, sin llegar a pensar que lo mejor que
pueden hacer es irse. Y es más, como me paso a mí, que vino una señora con su
hijito de cuatro años, que se bebió todo
mi jugo de naranja, tiro abajo el florero que me trajo mi nuera, correteo y tropezó
con el frasco debajo de la cama que se
derramo todo y . . . . . “
En fin,
casi casi le di la razón a mi amigo Evaristo, que no quería operarse.
Mario
Halley Mora - MHM
No hay comentarios:
Publicar un comentario