La chica, obviamente entrenada para
vender viajes de turismo, le recitó de memoria a don Lisandro: “La agencia de
viajes La Antesala del Cielo ha organizado un tour por Europa para personas o
matrimonios de la tercera edad, a fin de que antes que la ancianidad les retenga
definitivamente puedan realizar el sonado viaje que siempre postergaron y hoy
puedan realizar con acompañamiento especial de nuestro médico gerontólogo, guía
enfermera y asistente social que hagan más placentero el viaje por un
itinerario y horario científicamente calculado para no fatigar a los
excursionistas y. . .”
¡Jamás! - estalló don Lisandro, y
despidió de mala manera a la chica.
Le pregunte el motivo de su tajante
rechazo, recordándole que a sus 83 años siempre hablaba de “conocer este mundo
antes de mudarme al otro”.
Su explicación fue la
siguiente: - Odio los viajes de turismo
en grupo, y si viviera mi finada Sofía, también compartiría mi odio, porque se
dio el caso que tomamos un tour por Europa en el año 1988, con una agencia
felizmente ya desaparecida, y descubrimos que uno no es beneficiario de ningún
viaje de vacaciones, sino víctima de él. Recuerdo que íbamos a Europa en un
grupo bastante numeroso. Volamos de Asunción a Lima y en Lima debíamos tomar
una combinación a Nueva York, al menos así decía el programa. En el prospecto
se leía: “Llegada a Lima a las 23 horas. Salida de Lima a las 24 horas”. Pero
ocurrió que nuestro avión se atrasó y cuando llegamos a Lima el otro avión ya
se había ido, de modo que pasamos toda la noche sentados en el aeropuerto de
Lima, en incómodas sillas y vigilando nuestro equipaje sin poder dormitar
siquiera por el temor de que vinieran los de Sendero Luminoso y se llevaran
todo. Al día siguiente nos informaron que embarcaríamos a las 9, de la mañana, con
destino a Nueva York y nos avisaron que había una cafetería para desayunar,
fuimos allá y el desayuno nácore, porque los peruanos, para variar, estaban de
huelga.
Por fin se llevaron nuestro equipaje
y una voz nos dijo que señores pasajeros por favor embarcar por la puerta 6. En
tropel, como ganado rumbo al piquete, fuimos a la puerta 6 a lo largo de un
corredor que no terminaba nunca. Nos agolpamos allí con nuestros billetes,
nuestros documentos y nuestros bolsones y no había nadie. El plantón duró una
hora hasta que otra voz dijo que por favor señores pasajeros fuéramos a la
puerta 12, y para llegar del 6 al 12 volvimos para atrás hasta la puerta 1 y de
allí nuevamente hacia adelante hasta la puerta 12, más o menos un kilómetro de
corredores. Hambrientos, al fin abordamos el avión a las 12.30, creyendo que a
bordo nos servirían un almuerzo. pero no apareció almuerzo, sino desayuno,
porque teóricamente, el avión estaba saliendo de mañana y no a mediodía.
Llegamos de noche a Nueva York, según anunciaba el piloto, y nos apiñamos todos
en la ventanilla para ver por una vez en la vida las luces de Nueva York, pero
sólo vimos una negrura inmensa allá abajo. O en Nueva York había un apagón o
una niebla espesa como petróleo. “Pernoctar en Nueva York en un hotel cinco
estrellas”, decía el programa y hasta ahora sospecho que al hotel de marras le
robaron por lo menos tres estrellas los negros vagabundos y malacaras que
pululan por la calle, y cuando pregunte al conserje cómo llegar a Broadway para
verlo aunque sea por un ratito, me dijo que llegando hasta la otra esquina y
doblando al sur como 14 cuadras, pero no creía que llegara vivo ni a la otra esquina,
además el guía me pegó un reto que nunca había oído desde mi maestra bruja del
tercer grado por pretender salirme del programa
Allí aprendí que para viajes de placer hay que aprender a portarse como
en rebaño. Salimos por la mañana de Nueva York y después de 11 horas de vuelo
en “clase turista” llegamos a París todo descangallados, con dolores de
espaldas y los pies hinchados cuando anochecía. Todo, porque en la “clase
turista” los asientos están concebidos para enanos, no hay donde poner el codo
sin clavarlo en las costillas del vecino ni se puede extender las piernas, porque
el asiento de enfrente esta demasiado cerca, y cuando vino el desayuno y pre- tendí
desplegar la mesita se disparó como una bala de cañón y medio en la nariz. En fin,
oh, París. Llegamos a París. Ómnibus del aeropuerto al Hotel. Ni desde el ómnibus
ni desde el hotel alcance a ver mi soñada Torre Eiffel. El guía nos asignó habitaciones
y nos dio 15 minutos para deshacer valijas, ducharnos, cambiamos de ropa y
descansar, porque el programa ofrecía “Delicias de París Nocturno” y el ómnibus
ya estaba esperando. A mí y a Sofía nos tocó compartir la habitación con dos
maestras jubiladas y supongo que solteronas por la manera escandalizada con que
me miraron cuando salí de la ducha en calzoncillos. Las dos damas todavía
estaban en el baño cuando el guía aporreó la puerta y dijo que estamos atrasados
y el ómnibus está listo. Con media hora de atraso y soportando el malhumor del
guía bajamos en tropel y subimos al vehículo con aire de prisioneros de guerra.
Las delicias del “París Nocturno” no
era de ninguna manera el Follies Bergere como soñaba yo, sino un cabaret donde una
aburrida señorita se desvestía y desaparecía de golpe con un aire pícaro que no
convencía a nadie antes de sacarse la bombacha, y después subía al escenario un
acordeonista y una cantante gorda que cantaba en francés con los alaridos de Edith
Piaff, sólo que no era Edith Piaff ni merecía ser su mucama, canciones sobre los
romances bajo los puentes de París y luego tres bailarinas y otra vez el
acordeonista y finalmente la señorita que no se desnudaba del todo. A propósito,
no se comía sino se bebía y cuando terminó la función la tropa de
excursionistas no sabía si morirse de hambre, de aburrimiento o de sueño, pero
todos recibimos con alivio el fin de la función. Sin embargo, quedaba algo más,
el “Desayuno a la madrugada de la bohemia parisina”, según el programa, y que
nos hizo soñar con un suculento café con leche, pan, manteca y tostadas. Pero descubrimos
desolados que los bohemios y noctámbulos de París desayunan a la madrugada sopa
de cebolla, a la que atribuyen grandes propiedades yorativas. No vomité mi
porción de sopa por temor a que el guía me encerrara en un calabozo, tan domesticada
ya estaba la manada de turistas. Fuimos al hotel a dormir con hambre y oliendo
a cebolla. Dormía profundamente hasta que me despertó mi señora y me comunicó
el deseo de las dos jubiladas de que no roncara tanto. Sentí vergüenza e hice
todo lo posible para no dormir, pero me di por vencido, dormía y roncaba, y las
dos damas tuvieron que ir a acostarse en el baño. Horrible solución, porque mis
vías urinarias funcionan de noche y voy religiosamente al baño por lo menos
tres veces, de modo que aguante heroicamente el volumen vejigal, acumulado de
dos urgencias, pero a la tercera no pude más, me trepé a la ventana y me meé
descaradamente sobre medio París, con tanta abundancia que vi al portero salir
y mirar al cielo investigando tan extraña lluvia, A la mañana siguiente,
desayuno “a la francesa": es decir, café con leche y una larga trincha de
pan para 8 personas. Y otra vez al ómnibus para cumplir el programa “Conociendo
París”. La idea que tenía la agencia de viajes de conocer París es pasar por un
lugar durante 15 segundos y el guía dice que eso es la Catedral de Notre Dame, allá
lejos se ve los Campos Elíseos y si se fijan bien van a ver el Arco de Triunfo.
A, la izquierda está el río Sena y dentro de un ratito vamos a pasar por
Montmatre, y ahora vamos a ver la Torre Eiffel y la Plaza de la Concordia. Sólo
veíamos un pedacito fugaz de cada uno y el que disparó su máquina fotográfica
sacó cualquier cosa, un taxi o un vendedor de frutas, menos la Torre Eiffel o
lo que fuera.
Si te cuento la “Visita a los
Jardines de Versalles” o el “Paseo por el Bosque”, el Museo del Louvre (sólo
vimos la fachada desde el ómnibus) no me vas a creer. Subir al ómnibus, bajar
del ómnibus, comer a la disparada, cenar a la carrera, bajar escaleras al
galope, subir escaleras al trote, arrastrar bolsones de mano, perder paquetitos
de compra, sentir la pierna dolida, odiar al guía, discutir la teoría del
programa y la realidad de los apurones, extraviar valijas, dejar olvidado el
pasaporte en el hotel, dormir con el sueño intranquilo de soldados en estado de
alerta roja. Y eso sólo en París. Después quedaban Italia, Suiza y Alemania.
Conspiramos con Sofía y nos pusimos de acuerdo. En París tomamos un avión y
volvimos con una gran sensación de alivio y liberación a nuestra querida
patria, y fuimos a descansar de nuestro viaje de descanso, a nuestra casita en
San Bernardino.
Mario Halley Mora - MHM
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