I
Estuve la
semana pasada en un Sanatorio céntrico visitando a un familiar enfermo, y
acompañándolo a veces. Y allí me tocó presenciar uno de esos inesperados dramas
de la vida, que empezó cuando llegó una joven mamá primeriza que iba a dar a luz.
La llevaron a una habitación próxima a la que estaba mi pariente, y casi
enseguida la transportaron en camilla a la sala de partos, que cerró sus
puertas y ante ellas se arremolinaban los parientes, especialmente el joven
marido, y la que suponía la mamá de la parturienta, nerviosa y preguntona, y la
mamá del marido, más tranquila y sosegada. Pasó bastante tiempo, de impaciencia
para todos. Había un cartelito que prohibía fumar, pero el papá primerizo
fumaba un cigarrillo tras otro. Y de pronto, se encendió una luz rosada: ¡Una
niña! dijeron alborozadas las dos abuelas, y una colección de tías jóvenes que
hablan llegado presurosas. El papá mostraba una cara como de <...y bueno,
otra vez será>, postergando al varoncito de sus sueños. Y de pronto, la lucecita
rosada se apagó, y en los rostros aparecieron improntas de negros presentimientos.
Salió el médico, y la turba de parientes lo rodeó ansiosa. Oí murmurar al
médico que la nena está bien, preguntó quién es el papá y se lo llevó aparte, tomándolo
del brazo. Conversaron en susurros, ante la mirada alarmada de tías y abuelas. El
médico argumentaba y el joven papá inclinaba la cabeza, como pesaroso. El
médico se fue y los demás se abalanzaron sobre él, que se negó a hablar y salió
afuera, con aire nervioso. Los parientes no sabían que sucedía, hasta que salió
la joven parturienta dormida rumbo a su habitación, y todos siguieron en tropel
la camilla, como en una procesión. En la puerta de la habitación ya había ramos
y arreglos florales.
De una enfermera
- cuando no - escuché la razón del alboroto. La bebita había nacido mogólica.
Del resto
pude enterarme por rumores sueltos. El marido entró y pidió a todos los
presentes que salieran afuera, y allí, en el pasillo, dio la noticia los familiares.
Las abuelas se miraban con rencor, atribuyendo al linaje de la otra semejante
accidente genético. Las jóvenes tías lloraron, algunas de impotencia, otras de
vergüenza. El joven papá volvió a entrar para dar la noticia a su esposa, que había
despertado y reclamaba su bebé. Se comentó después que el padre de la nena dio
la mala noticia a la esposa, que entró en una crisis nerviosa, lloró, perdió el
conocimiento y reaccionó de nuevo para seguir llorando. Y lo que es más
trágico, se negó a que le trajeran a la bebé. No quería verla, y menos amamantarla.
Después,
me contaron el resto. A los tres días, la mamá claudicó. O su ancestral
instinto maternal venció al cúmulo de prejuicios sociales que cae sobre desgracias
semejantes. Y pidió que le trajeran a la nena. Me dijeron que el mismo papá fue
el portador de aquella vida rosada, que nació herida por el infortunio, que la
depositó al lado de su esposa, esta la miró, se enterneció, suspiró ahogada por
el amor que la invadía, dijo: ¡mi bebé...!, le ofreció el pecho, y la bebita
empezó a chupar golosamente. Una corta separación se había restablecido. No hay
nada que derrote a la maternidad, y se iniciaba un largo episodio de amor, abnegación
y desafío al destino, que iba a unir para siempre a la niña con sus padres, en
una batalla luminosa y sin fin.
ll
El otro
episodio me colocó en el otro extremo de un nacimiento. Un cortejo fúnebre en
el cementerio de la Recoleta, donde yo esperaba el “acompañamiento” de un viejo
profesor, con el resultado cada vez más frecuente que me equivoqué de portón y
el sepelio se realizó sin mi augusta presencia. Cuando me enteré de ello iba a
abordar mi coche cuando llegó otro sepelio. La de una anciana dama que sus
tiempos de juventud había sido una de esas señoritas de la Sociedad que en la Guerra
del Chaco se habían presentado como enfermera voluntaria y trabajaron con amor
y dignidad en aquellos humanitarios menesteres.
Los hijos,
unos caballeros ya maduros portaban el lujoso ataúd, y uno de ellos ayudaba a
caminar a su padre, un anciano señor, de débiles piernas, a quien con toda
seguridad habían levantado de la cama, le pusieron algún traje negro por mucho
tiempo guardado en el ropero, una camisa de anchísimo cuello donde flotaba el
flaco cogote del anciano, e incongruentemente, una zapatilla de felpa, que el
viejo caballero iba arrastrando penosamente, apoyado en su hijo. Empujado por cierta
morbosa curiosidad de observador impenitente, seguí al cortejo, que llegó por
fin a un imponente y barroco panteón familiar, abrieron la recia puerta de hierro,
y con algunas pocas lágrimas depositaron en la cuna de la eternidad a la vieja
señora. La puerta se cerró con un crujido metálico y definitivo. Y empezaron a retirarse...menos
el esposo de la difunta, el anciano señor, en cuya mente obscurecida por la
edad parecía aferrarse una impronta de cuarenta o cincuenta años
compartidos...y que no podía terminar así, con una puerta de hierro que se cierra,
y otra que se abría para dar paso a una soledad sin término. Se resistía a abandonar
aquel lugar, y tuvo que ser llevado, por el mismo hijo, casi a la fuerza. Se iba
alejando paso a paso, con aire remolón, y a cada instante, se detenía, giraba sobre
sí mismo y amagaba volver, con débil e inútil empeño, porque lo iban alejando
inexorablemente, y él se dejaba llevar a regañadientes, porque entre la vida
doliente que le esperaba y la muerte que quería compartir, prefería lo segundo.
Y eso es todo.
Mario
Halley Mora - MHM
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