Por una
razón muy personal, más bien dental, durante quince días debí concurrir a una
misma casa a una misma hora, las seis de la tarde. Frente a la casa donde iba,
se alzaba otra vivienda, viejísima, maltrecha, de paredes descascaradas, aunque
por su arquitectura debió ser en algún tiempo una mansión de categoría. Pero en
la actualidad no pasaba de ser una tapera superlativa, con los vidrios
rotos de la ventana, la gran puerta
torcida y remendada con tablones y ya sin ningún esbozo de jardín.
El primer día
que fui, observe en el balcón del segundo piso, dormitaba aburrido un perro, de
buena raza, de los llamados Husky Siberiano, con el suave pelaje plateado
bastante sucio y los hermosos ojos azules apagados. Cada vez que llegaba a mi destino,
el perro estaba allí, como prisionero, porque las ventanas del balcón siempre
estaban, y el quedándose del lado de afuera. Vivía lo que se llama una perra
vida.-
No pude
sino mensurar su sufrimiento. De una raza acostumbrada a las aventuras en las heladas estepas,
estaba recluido en una estrecha altura. Recordé mis lecturas juveniles de Jack
London, que narraba episodios heroicos de héroes forrados en pieles empujando
trineos a su vez tirados por los abuelos del cautivo, en un mítico, inmenso y
frígido territorio llamado Yukón, donde
acechaban manadas de lobos y osos solitarios y feroces. Y la
"personalidad" de aquellos Huskys, que se ganaban a mordiscos el honor de encabezar la traílla de
perros, convertidos en jefes, en guías, en e! mejor, el más fuerte y
posiblemente el mejor alimentado por el
todo poderoso hombre que les conducía por infinitas soledades de hielo y nieve.
Recordaba aquellas vividas narraciones de Landon, sobre las tormentas de nieve, el hombre que
se refugiaba al calor de una tela embreada y un fuego que le defendía de morir
congelado, y la sabiduría de los perros, que conocían los secretos de aquella
naturaleza hostil y para combatir el frio, cavaban en la nieve y se acostaban
en posición fetal, viviendo del calor de su propio cuerpo, y de su descubrimiento
ancestral de que para no morir helado, la nieve es cobijo seguro.
Sus
comidas frugales, su fuerza increíble, su abnegación hasta la muerte, su
fidelidad y su terrible espíritu de competencia, tanto, que tiraban del trineo
dando mordiscos en el trasero al que iba delante, para que no aflojara, no se cansara, siguiera adelante, en busca
de! destino final de una cabaña donde hubiere tibieza y carne seca de oso o de ciervo
de las nieves.
Y allí
estaba, en un país tropical extraño a su gusto, confinado en el espacio de un balcón
infinitamente más pequeño que las estepas heladas y los pasos estrechos de las montañas
de hielo, sin competencia, sin aventuras, sin compañeros, en una terrible soledad,
el Husky de mi episodio.
Y un día
jueves, fui a mi cita de la casa frontal por última vez. El perro no estaba en
el balcón. Murió de aburrimiento, me dije, de hambre o de soledad, o
sencillamente se dejo morir, como lo
hacen los perros viejos de su estirpe ártica. Pero me equivoque. Allí estaba De
alguna manera había escapado del balcón, y arañaba el portón de hierro
queriendo salir a la calle. Me aproximé a él, y él me miro, meneo el rabo y sus
ojos increíblemente azules brillaban de espectación. Me dije que si pudiera
hablar, me diría algo así como "abrime na chera`a“ como me estaba diciendo
con los ojos y con el rabo. Recordé que cuando niño, cometía la travesura de
tocar los timbres y salir disparado, y sentí la misma picazón de la infancia, solo
que no se trataba de tocar clandestinamente un timbre sin que nadie me viere
sino abrir un portón. Mire a derecha e izquierda. Nadie a la vista. Abrí el
portón y el perro salió disparado como
una flecha de plata, por la larga
avenida, hasta perderse de vista, rumbo a su destino de perro liberado, a
unirse a una manada callejera, ganarse una perra a dentelladas, aprender a
romper bolsas plásticas de basuras y a hacer la siesta a la sombra del banco de
los amables choferes de taxis, que tienen una extraña debilidad especial por
los perros callejeros, y al fin morir dignamente bajo las ruedas de un omnibus.
Chau, Husky, murmure y entre a la sala de torturas del dentista.
Mario
Halley Mora - MHM
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