Don Mamerto, mi
vecino de hace mucho tiempo, cuando yo vivía en un barrio más céntrico, era una
buena persona, y apasionadamente tradicionalista en el sentido folclórico, no
político. Su amplia casa estaba decorada con toda clase de elementos que decían
de su amor telúrico, de su cultura campesina señorial. Ponchos en las paredes a
la manera de gobelinos, los muebles con protectores de ao po'i, manteles de
ñandutí en las mesas del comedor, servilletas de tejidos típicos, cántaros, guampas,
hamacas de hilos de algodón y de fibras de
coco, catres de tientos, maderas talladas, tiesos santos de arcilla, estaban
por todas partes. En un estante, viejas guitarras, un rabel, un gualambau,
tamboriles que evocaban antiguas procesiones patronales. En las paredes, pinturas
de tipo campestre, y toda su enorme casa era un elaborado diseño arquitectónico
que en cierta medida había desembocado en un gigantesco “culata jovai”, con
maderamen de palma, grandes tejuelas y tejas mandadas a hacer especialmente,
pisos de material cocido, ventanas bajas protegidas por primorosas rejas y
puertas labradas que podían hacer honor a la más espléndida iglesia jesuítica.
Don Mamerto, hombre rico, había creado en su hermosa casa el aire, el clima y el
universo de su amado mundo rural, cuya identidad se acentuaba en el gran patio
con árboles frutales que daban sombra a un pozo y un tatakua de ladrillo rojo,
y a un costado de la casa, una superlativa parralera que se podaba
religiosamente al terminar mayo, y en diciembre reventaba de pámpanos maduros.-
- En todo
sentido, para mí, era admirable el esfuerzo y el entusiasmo que ponía don
Mamerto en recrear lugares lejanos y tiempos idos y producir en su entorno un
mundo de satisfacciones, pero se le fue un poco la mano cuando trajo el gallo.
Sucedió que don Mamerto concibió que para completar la ilusión viva de su mundo
rural, tenía que despertarse, no con la prosaica campanilla de un reloj, sino
con el canto del gallo, la clarinada ancestral de los tiempos pastorales, anuncio
triunfal de un nuevo día, sonido inaugural de una jomada de sol, de siembra, de
cosecha, maduración y riego, bajo el manto límpido del cielo y con el paisaje
cortado por los cerros azules.
- Lo malo es
que el mencionado gallo, un airoso “purutue” (por “portugués” guaranizado), de
dorada melena de león y cresta carmesí, era bastante madrugador, y empezaba su
potente canto a las 4 y media de la mañana, en intervalo de dos minutos, hasta
la salida completa del sol, o sea el “ko”ê soro” de los anhelos telúricos de
don Mamerto, y el momento exacto del primer mate. El gallo cumplía su papel de
despertar a don Mamerto, pero de rebote, despertaba a todo el vecindario, y con
mayores sobresaltos, a mí, que era su vecino y veía por la ventana el guayabo
donde subía el gallo para dormir y cantar al amanecer. Por mi parte, no
compartía en absoluto el encanto que sumía a don Mamerto al despertar con su
gallo. Al contrario, individuo de la ciudad, como era, y con horario de trabajo
recién a las 8, despertarme sacudido a las cuatro y media de la mañana con una
clarinada de gallo, no era precisamente la fórmula de la felicidad, y por
primera vez, mi admiración por don Mamerto se trocó en silenciosa rabia. No
obstante la cual, traté de racionalizar el asunto con mi vecino, manifestándole
mis molestias y hasta ofreciéndole un despertador a pilas hecho en Taiwán, que
no tenía campanillas, sino trinos de pajaritos. No consintió don Mamerto en
desprenderse de su gallo, en vista de lo cual insistí y le propuse que se
comprara un gallo menos grandote y con menos decibelímetros, por ejemplo, un
gallito paloma, tan simpáticos son. No logré nada.
- Entonces elabore un plan, algo maligno, pero
necesario a mi tranquilidad. Si el problema era que el gallo fuera tan vigoroso
y desafiante, quería
que hubiera la forma de volverlo debilucho e indiferente. Con ese pensamiento
estaba mirando mi botiquín en el baño, cuando mi vista tropezó con el tubito
“Píldoras Laxantes del Dr. Ross. Chiquititas, pero cumplidoras”. Abrí el tubito
y en la palma de mi mano se amontonaron las pildoritas, muy parecidas al arroz.
Allí estaba la solución. El primer día, arroje sobre la muralla, al patio de
don Mamerto, media docena, con la esperanza de que el gallo las encontrara. No
pasó nada. El gallo siguió atormentándome por la madrugada. Al día siguiente,
arroje una partida de doce pildoritas y cuando amanecía creí notar un matiz de
desgano en el canto matutino del gallo, y entusiasmado termine por vaciar todo
el tubito, en el patio ajeno. Y hasta hoy suelo sentir cierto remordimiento de
cariz ecológico, porque mi intención era sólo que el gallo callara, y no que
muriera deshidratado, como sucedió. Pobrecito.
Mario Halley
Mora - MHM
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