Hay un axioma periodístico que dice
que una fotografía vale más que cien informaciones escritas. Y esto lo descubrí
cuando fui a casa de don Filemón, quizás uno de los últimos “poceros” que
existen, y cuyo gremio está siendo desplazado por esas rápidas máquinas que
cavan un pozo artesiano de 50 metros en 24 horas. Don Filemón sigue fiel a su
oficio, y con ánimo de hacerle cavar un pozo en un terreno de las afueras, fui a
visitarlo, en su casita de Villa Elisa, una mañana de domingo. Me invitó a
compartir un tereré a la sombra de una apretada parralera, y me contó que había
sido en su juventud una especie de criado-mucamo de una distinguida familia asuncena,
que tenía una mansión - quinta en Areguá, actualmente destruida y convertida - decía
don Filemón – en morada de fantasmas, arañas pollito y alacranes.
Recuerdo de aquel placentero trabajo
de su juventud era un álbum de fotografías de antigua data - acaso de los años
treinta o un poco menos -, que la familia había dejado abandonado en la gran
casa, y del cual don Filemón se apropió. Me lo mostró, abrí sus duras páginas
de cartulina, aún brillantes, y un desfile de fantasmas pasó por mis ojos y mi
imaginación. Me impactó especialmente una de las fotos, de tamaño postal, se la
pedí a don Filemón, y me la dio sin mayores reservas.
Y aquí está mi tema de la semana, en
esta fotografía color sepia, que es también color tiempo, o color nostalgia, o
color de la atmósfera en el mundo de los espíritus, que tengo
delante. Obviamente, es una foto que
se tomó un domingo de mañana, día de fiesta, día de reunión de amigos que se agruparon
frente a la cámara en una pausa feliz de aquel día de jolgorio. Notoriamente,
el caballero gordo, grandote, bigotudo y de edad mediana que se había despojado
del saco, pero quedaba en chaleco, era el dueño de casa, y su esposa, la señorita
bajita y gorda, que sacaba más pecho de lo que abundantemente tenía, tal vez orgullosa
de su marido casi tan grande como su casa. El caballero flaco, de cabello alborotado,
que también se había despojado de la chaqueta y sus pantalones le llegaban más
o menos hasta las tetillas, que tendía la mano ofreciendo un vaso de vino al
fotógrafo, con toda seguridad era el tío solterón, hermano de la mamá y
posiblemente un vago a quien la buena señora pasaba platita a escondidas.
Serio y circunspecto, con grandes
bigotes, anteojos quevedos sobre la nariz y con un rostro solemne, con toda su
ropa puesta y con la mano bajo la solapa del saco, como lo hacía Napoleón, o
era el contador de la firma del patrón, o el abogado. Por lo visto, había un
chistoso en la familia, o en el grupo, porque allí aparecía también un sujeto
chiquito y calvo, con mucho aire de bufón que se fotografió chupando una botella
de vino sostenida en el aire. A su lado, una dama alta y flaca, con la pollera
hasta los tobillos, en la cintura un lazo como cinto rematado en gran moño,
miraba al petiso bufón con reproche. Con seguridad era su esposa, y tenia la cara
de estar guardándose un reto de filo, contrafilo y punta. . . “cuando volvamos a
casa”, mientras tanto, - el bufoncito flaco no le daba pelota.
Un joven que tampoco se había
despojado de saco, con un cuello altísimo como los que ahora se usan para
inmovilizar lesionados en la columna, y una corbata ancha que más parecía una
coraza, lucía un peinado pulidísimo, a la gomina, con una raya en el medio que
parecía trazado con teodolito. Miraba de reojo a la chica que estaba a su lado,
joven, bella, esplendorosa, de largos cabellos y cintas en la cabeza, con
vaporoso vestido, de esos que se ven en las viejas postales de enamorada, que
entrega una carta a una paloma en un jardín florido. Ella, con toda seguridad,
la hija soltera de la familia, y el muchacho pacato, su invitado y pretendiente,
tratando de parecer lo más serio posible. Una señora gorda, que lamentablemente
se había peinado con bucles, parecía reírse a carcajadas como si tomarse una
foto fuera el chiste más grande del mundo. Me resultó difícil ubicarla, y
llegue a la conclusión, por su volumen, de que era la hermana solterona del
dueño de casa. Solterona, porque no creo que nadie se hubiera atrevido a
desposar a una elefanta semejante. También se veía a una pareja que posaba
tomada mutuamente de la cintura, con una actitud bobalicona de enamorados. La joven
parecía la hermana mayor de la jovencita esplendorosa, con toda seguridad
recién casada con el joven baboso que la rodeaba por la cintura.
En la galería también figuraba un ancianito
a quien habían sentado en un gran sillón, notoriamente enfermo, con un sombrero
hasta los ojos, un gran rebozo sobre los hombros y una manta envolviendo sus
piernas. Miraba la cámara con ojitos hundidos, y tal vez no mirara ya la
cámara, sino a su mundo interior, a esa humareda tristona que deja en el espíritu
el tiempo quemado hasta el rescoldo. Era, o el papá del patrón grandote, o el abuelo
de la esposa petisa. Completaban la fotografía una chica de condición humilde,
en posición de firme y mirando el suelo, seguramente criada, niñera o mucama a
quien le habían dado el privilegio de posar, y un poquito, más atrás, entrando
de rondón en el foco fotografico, un joven paisano de sombrero pirí, kasö mboka
y descalzo, que bien podría ser don Filemón, el viejo “pocero” en su lejana
juventud.
Delante, sentados en el césped, y en
cuclillas, niñas con moño y niñitos con sus botines y medias, sus moñitos en el
cuello y sus gorras hasta los ojos. Miraban la cámara con reverente solemnidad,
salvo uno, matungo, de la categoría ya de “ta´yra Kasö”, que le sacaba la
lengua al fotógrafo. Curiosamente, en sus rasgos me pareció reconocer a un distinguido
médico cirujano, ya tan viejo en la actualidad como para merecer el calificativo
de maestro y benefactor.
Tal vez, o sin tal vez, todo fuera
imaginación, pero lo que no era imaginaria era la casa, la gente, el sello del tiempo
que se fue. Las vidas que hoy ya no son, las sonrisas que son cenizas y los
amores, humores, nombres y relaciones que apenas son rescoldo de recuerdos en
la mente de nuevas generaciones de alguna gente que, en la prisa de la civilización
y la competencia, está dejando la gran casa de Aregua, abandonada a los
fantasmas, las arañas y los alacranes.,
Mario Halley Mora - MHM
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