No sé si hay una posibilidad
física de viajar al pasado – me decía don Mauricio -, pero se me ocurre que hay
una imposibilidad ética, porque si vamos al pasado y movemos de lugar una
lámpara, o atropellamos con nuestro caballo a un médico que va a salvar a un
enfermo, cambiaran miles de acontecimientos en toda la Historia, y a lo mejor
mi abuelo y mi abuela no se encontrarían y yo no existiría para viajar al
pasado. Además, Isaac Asimov dice que jamás se descubrirá la forma de viajar al
pasado, porque si se lo descubre, ya estaríamos llenos de turistas del Siglo
XXV".
Siempre me ha gustado conversar con
don Mauricio, en su actual ancianidad de hombre de muchas lecturas, filósofo
domestico, pensador impenitente, de agradable conversación siempre que uno no
se fije en su paladar postizo que cuando habla baila, salta, se estremece y
amenaza salir disparado, cosa que a último momento evita con un diestro fruncimiento entre el labio
superior y la nariz que devuelve la dentadura a su sitio.
- Esto te digo - continuó - para
ilustrar - te que las grandes cosas están hechas de pequeños detalles, o de
pequeños detalles que frustran las grandes cosas. ¿Cómo me defines, don Mario?”
No supe al principio responder a su
sorprendente pregunta. ¿Cómo definir a un solterón de cerca de ochenta años,
rico, mimado y atendido por una caterva de sobrinos con los ojos puestos en la
sucesión que obviamente ya no estaba lejos? El mismo me sacó del atolladero.
- Me defines como un anciano solterón
- me dijo - y tienes razón. Podría ser un abuelo o bisabuelo feliz de jugar con
su nietos. Pero un pequeño detalle me lo impidió. Cambió todo”.
-¿Qué detalle, don Mauricio? - Pregunté.
- Una palabra - me contestó.
Saqué la conclusión de que me estaba
tomando del pelo, así que me callé y dejé que continuara.
“- Cuando joven, era modesto, trabajador
y estudioso. Trabajaba como Administrador en un obraje aguas arriba de
Concepción. Y de vez en cuando “bajaba” a Asunción por algunas gestiones y a comprar
libros, porque allá, en medio de la selva, me distraía leyendo mucho. En uno de
esos viajes conocía la mujer de mi vida, Selva, que era normalista y estaba en
el último curso, a punto de recibirse de maestra. Hasta hoy la recuerdo,
hermosa, gentil, inigualablemente donairosa caminando con su falda azul con
vivos blancos de estudiante y sus championes blancos. Nos conocimos en una fiesta
del 21 de setiembre en el Sajonia, que entonces era una gran pista de baile y
poco más que un rancho en la costa del río. Nos gustamos, nos enamoramos, la
acompañaba por la calle al salir del Colegio y tejíamos sueños de futuro. Volví
al obraje y estuve ausente cinco meses, al cabo de los cuales regresé ansioso
de verla En el ínterin ella había recibido su diploma de maestra, y eso estaba
bien porque habíamos concebido el plan de casamos, que ella me acompañara alla
al Norte, y enseñaría a los hijos de los obrajeros en una escuelita que la
Empresa consintió en construir y sostener.
Idílico destino para dos jóvenes enamorados. Como verás, todo tenía
color de rosa, hasta que ella creyó llegado el momento de presentarme a su
familia. No me contó ni me avisó que en su familia, la que mandaba era mamá, y
papá era un contador público panzón y conformista que dejaba todo a cargo de
mamá, hasta el futuro de su única hija. No me contó tampoco Selva, que su mama
era lo que hoy dirían los jóvenes una c... empolvado, orgullosa de un
ascendiente que había estado en la batalla de Tacuarí y había tocado la corneta
triunfal cuando corrimos a Belgrano. Y lo peor, que juzgaba a la gente por su
aspecto, detalle en el que yo perdía por goleada porque nunca concedía a la
ropa importancia alguna Como ves, don Mario, se están acumulando pequeños detalles...”
terminó.
- Los voy anotando, don Mauricio - le
contesté.
- “Pues bien - continuó don Mauricio
- cuando llegué a la casa y me presentó a su mamá, ella no me miró a la cara
sino a los pies. A los jóvenes de hoy les parecerá raro, pero en aquella época,
a la gente se le juzgaba por el zapato. En el zapato estaba el timbre de la
elegancia, el refinamiento y la cultura. Lo horrible del caso es que como
hombre de campo, yo me había acostumbrado a usar zapatones tipo soldado, y
cuando ella, la mamá, los miró, hizo un gesto de asco como si en vez de zapatones
yo trajera en los pies un par de pollos muertos y malolientes. En ese instante,
vi en su cara la firme decisión de no entregar jamás a su hija a un arriero con
semejantes tamangos en los pies. Y que yo, no era obviamente el Doctor o el
hijo de estanciero que ella esperaba Conclusión, la buena señora prohibió a mi
adorada que siguiera viéndome, pero Selva lo hizo sosteniendo una lucha
infernal contra su mamá, que se enteraba de todas nuestras citas clandestinas
en aquella Asunción pequeñita donde cuando no éramos parientes nos conocíamos
todos. Selva me amaba, nos veíamos a escondidas y simplemente, decidimos que
ella se fugaría conmigo, nos iríamos al Norte y realizaríamos nuestro sueño,
después de cumplir ella los 18 años de edad, dentro de unos cuantos meses”.
- “Llegó el día de nuestra fuga, que
sería en la embarcación de la Compañía que partiría llevando provisiones y algunas
herramientas a las diez de la noche. Ya previsto todos los detalles, le envié
una esquela con un primito con alma de alcahuete de ella “Salimos del
embarcadero a las diez", decía la esquela. Esperé hasta las doce, el
patrón de la lancha soltaba sapos y culebras de impaciencia por zarpar, y yo
aguardaba desesperado a mi amada. No apareció. Pensé que al fin, la mamá había
ganado la batalla, y con el corazón destrozado, marché al Norte y no volví en
dos años. Y aquí, mi estimado don Mario, está el pequeño detalle que cambió mi
vida, convirtiéndome en este viejo solterón que nunca se recuperó del desengaño.
El pequeño detalle que es el significado de una palabra para dos jóvenes de
cultura distinta Para mí, hombre de trabajo, “embarcadero” significaba la playa
Montevideo, desde donde operaban las embarcaciones de cabotaje fluvial. Para ella,
producto inocente del aula colegial, “embarcadero" era "puerto".
De modo que yo la esperé en vano en la playa y ella se pasó horas buscando mi
embarcación en el puerto. Y así como yo me sentí herido ella se sintió burlada,
y herido yo, burlada ella, hicimos la gran tontería de muchos enamorados: no
ser el primero en ceder, escribiendo una carta. Una simple carta que hubiera
aclarado la confusión, que yo descubrí demasiado tarde, cuando volví a verla,
casada y madre de familia, y como si fuera un chiste de esos que en vez de dar
risa, crispan, recordamos aquella aventura frustrada, que para mí al menos, cambió
mi destino y soy un abuelo sin nietos, vacío de ternuras y emociones, y para
peor, con estos sobrinos que me parecen todos poco menos que una bandada de
Yrybuses. Que lo parió...
Mario Halley Mora - MHM
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