Botánico,
de mañana, un día de sol. Un automóvil avanza por la avenida, toma hacia la
izquierda, alejándose de la zona de las jaulas del Zoológico. Se detiene. Un
hombre aun joven desciende del auto. Abre la valijera y extrae una silla de
ruedas plegable, que arma con mano diestra. Luego, abre la portezuela trasera
del coche, y baja en brazos, como si fuera un niño, a un anciano bien abrigado,
con un incongruente gorro juvenil en la cabeza. Deposita al anciano en la silla
de ruedas, arropa bien al anciano con una manta que le pone sobre las piernas
muertas. Luego, camina, empujando la silla de ruedas y va a detenerse casi a la
sombra de un árbol, donde una amable resolana garantiza tibieza para el día no
demasiado frio, haciendo que el anciano quede de cara al paisaje. Le murmura
como unas recomendaciones y se va a contemplar el juego de unos niños en la
cancha de futbol, dejando solo al anciano, que queda mirando el paisaje verde y
luminoso, o tal vez sumido en sus recuerdos o simplemente, dejando divagar la
vieja y cansada mente. Desde nuestra atalaya de curiosos, contemplamos aquella
escena melancólica, con todos los colores y la vitalidad de una pintura. Pero no
una pintura para alegrar el alma ni para iluminar la esperanza, sino para
reflexionar sobre ese inevitable proceso de la vida, que a algunos lleva a
terminar en un sillón de ruedas, mirando nada, escuchando el silencio, tal vez tratando de memorizar sin éxito
tiempos en que las piernas tenían músculos vivos, y el oxigeno enriquecía la sangre, y la risa afloraba y el
vigor mojaba de sudor, el rostro y el cuerpo. Y sentimos una gran lástima por
aquel anciano que sentado en la resolana, con su mirada apagada y su gorro de
ofensivo colorinche, ya no daba testimonio de nada, sino de su propia, derrota,
la inevitable derrota del hombre en la lucha con los años. Con timidez de niño,
nos acercamos despacio, tirando el anzuelo de nuestra curiosidad en las aguas
de su silencio y su abandono para pescar un pensamiento sabio, sobreviviente
del naufragio. "Buen día, señor", le dijimos. Nos miró desde la
profundidad de su vida casi ya ida, y pronunció solo dos palabras: "Hace
frio". Le acomodamos mejor su manta, y nos fuimos de allí. A lo lejos, su
hijo seguía mirando el juego de los niños. ¿Qué más podía hacer?
Mario
Halley Mora - MHM
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