Me gusto la transcripción
que hiciste de mis recuerdos, me dijo don
Elito, mi amigo octogenario que
se había revelado contra el agravio del “viejazo" y agrego: "Te voy a seguir contando y apúntalo todo, como la vez pasada".
Éramos de costumbres
sencillas - me dijo -, la abuela Venancia criaba gallinas sueltas y de las más
diversas razas, en el gran patio. Se
levantaba a las cuatro y la criadita le
cebaba el mate, después agarraba su canasta y se iba a explorar los nidales en
busca de huevos, en el yuyal del fondo, en el huevo del tronco del gran cedro,
entre las apretadas plantas del bananal, desde donde una vez salió corriendo
despavorida con la aparición de una peluda araña pollito. También quiso criar
unas gallinas de Guinea a sugerencia de mi padre a quien le habían mentado los
poderes afrodisiacos del huevo de
Guinea, pero todo salió mal, porque, valga el ejemplo, cuando una gallina pone huevos lo anuncia ella haciendo un solo
de cacareo, a lo sumo acompañada por el gallo que reclama su participación en
el hecho, pero cuando una Guinea pone
huevos cacarean las veinte en coro, y una vez el concierto se produjo a la
siesta, y papá fue arrancado de su sueño sagrado, y se levanto con una Colt 38
a hacer una masacre avícola.
A propósito de las
gallinas - siguió diciendo - nunca fue mayor placer en mi
infancia que observar que la gallina se había vuelto clueca, y empezaba a
empollar la nidada, 10,12, o 15 huevos, todos de misterioso origen y procedencia. Yo contaba
los días impaciente, y justo al decimonoveno día se producía el milagro,
empezaba a romperse la cascara, asomaba un piquito amarillo, después una
cabecita y finalmente el forcejeo para salir afuera, de .... pollito mojado y
feo. Eran suaves montoncitos de terciopelo de colores distintos, negros,
blancos, mbataras y de distintos
linajes, karape, ajura peró, aka voto. Como te cuento, toda una fiesta
de la inocencia. A propósito de inocencia, un tío solterón, que era
"riñero" (criaba gallos de riña) me regalo alguna vez un
“organillo", que así se llamaban las armónicas. Lo recuerdo bien, enorme,
de marca Hohner, alemana, que me puse a ensayar hasta que me salió enterita
"Isla de Capi" y "Ramona", pero mi papá opino que tocar
organillos era cosa de vagos y de mendigos, y me privo del instrumento.
Lastima., porque me gustaba.
El gran acontecimiento se
produjo cuando mi padre se compro el primer auto flamante. Un Studebaker 1928,
que tenía capota de lona, una diosa alada en la tapa del radiador y un volante
de madera, enorme como la rueda de un carro. Todo el vecindario concurrió
a contemplar aquel monstruo
y mi papa no cesaba de informar que tenía "freno hidráulico" y
entonces todo el mundo se ponía a ponderar semejante adelanto, sin tener la
menor idea de lo que era un freno hidráulico. Para entrenar el auto papa invito
a subir a toda la familia, y así lo hicimos, menos la abuela Venancia que
juraba por todos los santos que jamás subiría a esa máquina del diablo, y
fuimos hacia el centro donde papa quiso demostrar su pericia de conductor,
manteniendo el auto sobre las vías de tranvía, pero caía una y otra vez, y a la
tercera se rompieron los rayos de madera de las ruedas. Tuvimos que volver a
pie de aquel paseo y la hombría de papa no quedo bien parada, a pesar de que mi
sabia mama culpaba al auto, no al conductor, para aliviar un poco el ego
lastimado del marido.
Precursor en todo, también
mi papa fue el primero en traer a casa un aparato de radio. Lo recuerdo bien,
marca Telefunken, de doce lámparas (Las lámparas en las radios, como los rubíes
en los relojes establecían la tabla de la calidad). Era enorme como un ropero,
con un dial circular iluminado y con números rojos, verdes, amarillos y una
gran aguja para sintonizar. Ante la sumisa admiración, bastante elaborada, de
mi mama, papa instalo la antena, dos altas tacuaras en ambos extremos de la
propiedad, un largo hilo de cobre entre tacuara y tacuara, y en el centro, el cable
que llevaba a la radio. El aparato también produjo un cambio en la conducta de
la abuela Venancia, que apenas asomaba el mal tiempo corría a refugiarse en su
pieza segura de que el artilugio aéreo montado por papa era un desafío suicida
a la furia del rayo. Con aquella radio, no había mucho que escuchar, salvo las
emisiones de radio El País, de un caballero de apellido Artaza. Y ahora que
recuerdo, durante la Guerra del Chaco, cuando había noticias triunfales y
sonaba la sirena del diario La Tribuna, los vecinos de diez cuadras a la
redonda corrían a casa a escuchar los comunicados de guerra.
La gente que vivía en el
centro, a su vez, corría hasta el edificio del diario, donde instalaban en el balcón
un pizarrón con las noticias. A propósito, no olvido que cierta noche, buscando
en la onda corta, papa sintonizo radio La Paz, y el que hablaba era el mismísimo
presidente Salamanca, de Bolivia. ¡Es Salamanca! grito papa. La abuela Venancia
creyó que había entrado el perro ladrón del vecino, a quien le había puesto el nombre
de Salamanca, y busco una escoba, pero cuando dijeron que aquella voz que salía
como entre chirridos del infierno era la del siniestro agresor, trajo comiendo
su rosario y lo colgó delante del receptor para conjurar cualquier maligna
influencia. Niña durante una guerra, abuela durante otra, mi abuela Venancia había
aprendido a concebir como monstruos a todo lo que fuera enemigo. Y ahora que lo
pienso, no dejaba de tener razón.
La vida doméstica - continuo
- , era de una sencillez extrema. ¿Te das cuenta de que las costumbres
cambiaron hoy porque el fuego es caro? Entonces el fuego era barato. El brasero
siempre encendido, y encima la robusta olla de hierro, olla hú, en la que todos
los sabores estaban presentes e intactos. La albahaca, el romero, el Kuratú. y
el locro con cecina o so’o pirú era espeso, vigoroso, y el puchero y el guiso.
No teníamos esos hornos de microondas que entregan manjares insípidos hechos de prisa para comer de prisa. En el patio estaba
el tatakua, que la abuela Venancia encendía
para dorar la sopa paraguaya, el caburé
o el chipa aramiro, con sabor a leña y con mucho queso paraguay, que no tenia
sabor a plástico, sino a queso. Y el desayuno era el mate cocido con leche, en
jarro enlosado y con "galleta con grasa". El dulce de aguai era el
postre que hacia mi madre cosechando los frutos del árbol del patio, oscuro
siempre y nido de murciélagos, o el quibebé con leche del hoy menos preciado
andai...
Está bien - concluyo don
Elito - si el recuerdo, la nostalgia y la melancolía por el tiempo que no volverá
y los amores y afectos que son cenizas me hacen viejazo, sea en buena hora, porque
al final de todo, que el viejo sea "viejazo", es su mejor consuelo. ¿ajepa?
. `
Mario Halley Mora - MHM
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