Tiene 81 años.
Y al revés que en otros años, ahora considera que vale la pena. Tendrá que ir,
aunque su hijo le está diciendo una y otra vez que no es necesario que nadie le
está obligando, que su nuera repite machaconamente que a su edad es peligroso
andar por las calles, y sus nietos no pueden ocultar la burla por esta ocurrencia
del abuelo.
Pero don Almirón
se ha emperrado. No siente ninguna compulsión de dar explicaciones sobre su decisión.
Por lo demás nadie comprendería que a su edad, el hombre tiene extrañas urgencias,
como cumplir muchas cosas que se postergaron o lo postergaron a él en el
pasado, o como el tener oídos finos para percibir llamadas que llegan en voces
nuevas, no las de antes, que para él no tenían sentido. O que a los 81 años, se
despierta una angustia existencial, un deseo ferviente de poner el pié sobre alguna
arcilla inesperada y dejar la impronta de su paso por este mundo; especialmente
en esta ocasión postrera que le ofrece la vida.
Finalmente,
con un suspiro de resignación, su hijo cede,
gruñón, "Esta bien hace lo que querés viejo, paro si pasa algo no digas
que no te avise". Su nuera se pliega a la decisión del marido, y hasta
ayuda. Ha sacado del ropero aquel traje negro que no usó desde que festejo sus
bodas de oro, hace mucho tiempo, y que guardo "para que me entierren decentemente
vestido". La polilla se ha comido un pedacito de la solapa y la nuera zurce;
la nieta mayor acorta las mangas da una camisa de su papa para que le quede
bien al abuelo, aunque tiene conciencia de que el cuello es demasiado ancho
para el cogote de pajarito que ostenta don Almirón en su vejez casi esquelética.
El zapato “Guante" que también fuera usado en la celebración de las bodas
de oro con la finada, sale del cajón, escarchado por un moho verdoso, y el
nieto de 14 años, voluntariamente, friega con nafta primero y lustra después
con una crema de betún que llena la casa de olores nostálgicos. Don Almirón
sigue firme en su decisión, rechaza la pretensión de ser acompañado por ningún nieto ni nieta consentidores.
En este caso - se dice - nada de
lazarillos. Tiene que ir solo, porque considera que es su última oportunidad de
asumir un viejo deber de hacer por sí mismo, algo que jamás delegará en nadie,
y sin ayuda de nadie.
El traje
le queda grande, su cuerpo flota en la camisa muy amplia, no sabe si el zapato
ha crecido o sus pies se han enanizado con la edad, así que la diligente nuera
le ha recomendado que se ponga tres pares de medias para compensar la diferencia, mientras el nieto, con un
clavo perfora nuevos agujeros el cinturón que antes ciñera una barriga respetable.
Todo se va adaptando a esta aventura casi terminal de un hombre que de pronto
quiso no darse por vencido. Se ha afeitado con la vieja navaja “Solingen"
y con brocha y jabón, no con esa “espuma asquerosa que parece mayonesa cruda“.
Del cajón de sus tesoros ha extraído el frasco de brillantina
"Glostora" que unta puntillosamente en sus escasos cabellos. La nieta
colabora, con una tijerita le ha podado un matorral de pelos que salen del oído
y de la nariz. Don Almirón agradece a la nieta querendona y se dice satisfecho
que la niña le comprende, que debe llevar la mejor pinta posible, porque casi
es como vestirse de gala para un desfile, o de frac para una ceremonia
importante, y se siente realizado.
Por fin,
la ceremonia de ponerse la corbata adquiere solemnidad de un rito, como izar de
nuevo una vieja bandera de guerra, por mucho tiempo olvidada en un rincón.
Con aire
marcial, entre elegante y patético en su traje que el tiempo agrando en la
medida en que lo achico a él, don Almirón sale a la calle, a cumplir con un
acto postergado por tanto tiempo.
En el bolsillo,
su inscripción en el Registro Cívico, su cédula y el recorte de diario donde
dice donde tiene que ir a votar, hoy domingo
9 de mayo de 1.993.-
Mario
Halley Mora - MHM
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