- ¿Es Ud. don Mario?
- Sí, señor, yo soy.
- ¿Es Ud. el que escribe esa cosa
de los domingos en NOTICIAS?
- El mismo.
- Sin me permite, vengo a
traerle mi adhesión a don Elito.
El que me visitaba en mi casa, en
esa hora crepuscular en que en mi barrio
recoleto todavía es posible sacar sillas en la acera sin el peligro de
ser aplastado con silla y todo por algún tuerca, era don Lisandro, según me
dijo después. Un anciano calvo y flaco
que todavía, con postrer coquetería, peinaba
cuatro cabellos a la derecha y tres a la izquierda, bien pegaditos al cráneo
que ya traía inevitables anticipos de
calavera, con perdón. Lo invité a sentarse. Le ofrecí bebidas y me acepto al fin una Cola
dietética, y de la conversación, extracto
lo que sigue.
- Aplaudo a don Elito - me dijo -
cuando dice que ser viejo es una
secuencia inevitable de la vida, y agrego yo que la vejez acarrea muchas
tristezas, pero nos conserva el consuelo de recordar. Un viejo sin memoria es
como un joyero vacio, un piano sin
cuerdas ¿No es cierto?
Le di la razón intuyendo que mi
visitante fue, o era poeta, porque se dice
que cuando uno es poeta, lo es hasta la
consumación. Su conversación fluida me tomo de sorpresa hasta que él
me conto que era profesor jubilado, y
que había enseñado Teneduría de Libros y
Correspondencia en las Escuelas de Comercio.
- Claro que hay unos errores en la
memoria de don Elito - prosiguió - es
cierto que el tranvía 7 llevaba a Cambio Grande, pero ese lugar no era "el patio de maniobras del tren "
como dice don Elito. El patio de maniobras
estaba detrás de la Estación misma tenia encima de las vías una especie
de viaducto, donde me llevaba mi papa a
ver como las entonces relucientes locomotoras se aposentaban sobre una gran vía
móvil que giraba sobre su eje, y colocaba el monstruo en otra dirección, tomando otra vía. Entonces el tren era propiedad de los ingleses, y funcionaba como
lo hacen funcionar los ingleses, con
guarda de botones dorados, inspectores con gorra de general, y con el vagón de
los ejecutivos que era un palacio sobre ruedas. Después nacionalizaron el tren,
con banda, pífanos, banderas, toques de sirena y actas y discursos nacionalistas, y el tren empezó la agonía
que ya lo tiene hoy en terapia intensiva,
sin morirse de una vez por todas de puro
caradura. Pero esa es otra historia, porque el Cambio Grande no era patio de
maniobras, sino como hasta ahora, un
gran andén para los vagones de carga, sobre la calle Artigas, con depósitos que
hasta ahora están. Trabajé allí de mita´i,
con un lápiz y un cuaderno, anotando para los
patrones cada bolsa de maíz, arroz, poroto, cada fardo de alfalfa o de
tabaco, que se trasvasaba desde los vago a los últimos carros de carga, de
cinco mulas, o a los primeros camiones, entre los cuales los mas forzados eran
de marca International, o Mack, que tenían el emblema un perro bulldog sobre la
tapa del radiador.
- Los "hombreadores" del Cambio
Grande, es decir, los forzudos que
manipulaban la carga, eran todos unos personajes
Duros, fibrosos, ceñudos, atletas flacos, puro fibra y músculos. Recuerdo
especialmente a uno, Crisanto, menudito, pero ancho de espaldas. Llegaba las
seis y media de la mañana, amanecido de farra, o de hambre, tembloroso. Pasaba
por el buche un cuarto de caña fuerte y se transformaba. La caña, más que su desayuno,
era el combustible que su organismo de borracho metabolizaba y convertía en
inagotable energía. Quisiera ver hoy a uno de esos musculosos que se exhiben
como señoritas, competir con Crisanto en la rapidez de alzar a los hombros una
bolsa de yerba "Ley", dura como piedra y con setenta kilos y llevarle
diez metros. Crisanto gana, siempre que haya cargado por lo menos un cuarto de tanque, claro. Un detalle que no
olvido era la "ley del derrame",
cualquier mercancía que se salía de las bolsas de aspilleras y se
derramaba en el piso del vagón o de la
calle, pertenecía a los peones, cuyas mujeres pálidas ya venían preparadas a recogerla, sea, maíz,
poroto, locro o locrillo. Nunca delaté a
nadie, hacerlo hubiera sido un suicidio, porque un coscorrón de esas que muchos
derrames no eran por la rotura de la bolsa, sino por la picardía de los peones,
que a pura uña perforaban las bolsas.
- Me extraña que don Elito, a quien
quisiera conocer para compartir nostalgias - siguió diciendo don Lisandro - no
haya contado que de joven fuera al Bar Vila, donde todo el día había música de
orquesta a veces que venían de Buenos Aires, como el del maestro Bolla, que
hizo el tango "Olimpia", (Aquí don Lisandro me canto la letra
completa, soy del Olimpia, campeón de campeones . . etc.), lo que motivo a
Cerro a replicar con una polca que la compuso un jovencito llamado Herminio
Jiménez (otra vez tuve que soportar la letra completa, en la voz cascada de mi
visitante, Irala el gran Presidente etc.), Pero si don Elito no fue al Vila,
debió haber ido al bar la Bolsa, de don Blasco, donde también había orquesta o
simplemente a haraganear en aquellos cafés amables que y ya no existen, Tokio,
Polo Norte, Felsina con su billar y su asamblea de astros del deporte,
boxeadores y vagos elegantes, o terminar cenando en El Rubio su clásico bife a
caballo, con cuatro huevos fritos que habrán matado con colesterol a dos
generaciones de noctámbulos por lo
menos.
- Siento pena por el papá de don Elito, que se compro el Studebaker, y no
lo podía sostener sobre las vías del y tranvía, que era el único modo de
salvarse del empedrado, que entonces era un asesino como ahora. Debió hacerse
enseñar por Ruggilo, un conductor de chapa blanca, que paso a la historia, como
"El rey de las vías".
- Claro que se equivoco el papa de
don Elito al comprarse el Studebaker -
termino mi visitante - , porque el verdadero auto era el Packard, con motor de
8 cilindros en línea, que ronroneaba como un gatito, y fue el primer auto de mi
papa. Pero eso quisiera discutirlo con don Elito.
Por fin se despidió y lo vi
marcharse por la calle oscura, erguido, orgulloso de los años vividos y sin
mucho temor por los días por vivir.
Chau, abuelo.
Mario Halley Mora - MHM
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