Don
Doroteo se jubilo un poco tarde, pues cuando salió el Decreto ya andaba por los
65 años. Durante los treinta años que tuvo que esperar, fue acumulando sueños,
ilusiones y deseos. Decía "cuando me jubile..." y la imaginación echaba
a volar porque cuando se jubilara, según sus planes, haría todas las cosas agradables
que por causa de su trabajo debía ir postergando. Supe que se jubiló en l992, y
siempre supuse que desde entonces se había convertido en un viejo feliz,
retozando sobre la realidad de todos los anhelos que había venido juntando
durante tantos años. Por eso fue que cuando lo encontré en el supermercado,
empujando resignadamente y con aire de aburrimiento total el carrito que su señora
iba cargando después de examinar cuidadosamente cada etiqueta, me sorprendió la
cara de amargado que se traía. Por discreción no le pregunté donde había ido a
parar su jubilación feliz, pero como él adivino mí desconcierto, salimos a la
playa de estacionamiento y me conto la historia.
-
Has de recordar- me dijo - que conversábamos de lo lindo que sería tener una pequeña
casa quinta, con muchos árboles frutales, un pozo y muchas gallinas sin raza
cacareando y poniendo huevos en el yuyal. Pues lo tengo, exactamente como lo
soñaba, con la sombra de un mango y hasta con un horno tatacua. Dios sabe el esfuerzo
que me costó comprar el terreno y edificar las dos piecitas con baño y cocina. Había
elegido un lugar solitario, por el silencio y la paz. Bueno, la casita esta ahí.
Con el terreno, los naranjos, la lima de Persia, el araticu, el limonero y el yva
puru, y desde luego, con el mango. Le puse unos muebles que sobraban en casa, y
un sábado de tarde, poco tiempo después de mi jubilación, me fui con el ánimo
de pasar el primer fin de semana tranquilo (mi señora se negó, a Dios gracias) en
la casita de mis sueños. Hice una limpieza, silbando feliz, y algo fatigado, me
acosté como a las ocho de la noche. Estaba dormido cuando el mundo se vino
abajo, oí un estampido horrible, y la cama se sacudió No pude imaginar que
pasaba, un terremoto, se levanté otra vez la Caballería, Saddam Hussein
contraatacaba, el diploma que me dieron al jubilarme se desprendió del clavo y
cayo de la pared al suelo, el bacín que previsoramente había bajo mi cama
(sufro de cierta incontinencia nocturna) se deslizaba solo por el piso de ladrillos.
Salí afuera a averiguar y descubrí la causa. A cien metros, sin que yo supiera,
se había instalado una sub-seccional que organizaba bailes los fines de semana
con una monstruosa batería de 24 altavoces todos juntos en un mueble enorme,
negro y macizo como debe ser el guardarropas del diablo, y un disc-jockey
verborragico hasta la locura. La puse en venta
- concluyo don Doroteo, tristemente.
Le
recordé que ese no era su único sueño, y que siempre hablaba de subirse a su
cochecito y conocer el país. "Turismo interno" - decía con aire patriótico.
"Tengo el cochecito - me respondió
- pera mi señora no quiere que maneje hasta que aclaremos que la luz roja es
para pasar y la verde para detenerse. En mis tiempos no había esos artilugios
estúpidos. Se tocaba la bocina en cada esquina y ya está. Ya no salimas ni a la
ciudad desde aquel día en que vi un pingüino en una acera, y le comenté a mi
señora a quien se le antojaba criar pingüinos en nuestro clima. No comprendí la
alarma que se dibujo en su rostro, pues se quedo callada hasta que llegamos a
casa y me aclaro que el pingüino - no era pingüino, sino una monja. Crea que debo
hacerme revisar la vista"
De
mucho tiempo atrás, le conocía mue aficionado a la fotografía, y para cuando
"me jubile.." había instalado
hasta un laboratorio en un trascuarto de su casa. Cuando se lo recordé su vieja
cara dibujo el máximo de la frustración,
cuando me decía que "tengo una maquina japonesa que hace todo,
enfoca, mide la distancia, calcula la luz, encuadra, toma en profundidad, hace
toda solita. Pero se olvidaron de algo importante: que el fotógrafo use lentes.
Si me saco los lentes, no vea un cuerno por la ventanita. Si me los pongo, la
ventanita se agranda hasta parecer la puerta de una catedral. Dejé el asunto
desde que quise fotografiar un árbol y me salió un pájaro en el cielo. Además,
el gato de mi señora se metió en el laboratorio, encontró una taza y bebió lo
que había en la taza. Lástima que era acido. Murió y quedo todo duro. Nunca he visto
un gato que se embalsama solo. Regalé el laboratorio."
Se
fue alejando, algo encorvado, quizás por él peso de los anhelos soñados e
incumplidos, porque parece que existe cierta Ley de Murphy por la cual al
jubilarse cesan todas las obligaciones menos la de aburrirse.
Mario
Halley Mora - MHM
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