Me
enteré por Jorge Damián, que don Eleuterio era hace mucho tiempo un personaje típico
de barrio, en el costado humilde, allí donde el empedrado burgués terminaba
y empezaba la "orilla". Una
casita modesta, con un jardín delantero que solo era jardín porque tenía un
sendero bordeado de margaritas, y haciendo sombras, unas plantas de chirimoyas,
araticú guazú, que fructificaba en frutos de perfumada pulpa. Don Eleuterio era
lo que se llamaba un buen vecino, un bueno y sacrificado padre de familia,
compuesto por Ña Teresa, su esposa que cosía inagotablemente uniformes verde
olivo para la intendencia del Ejercito, y los dos hijos, Román y Perla,
estudiantes. Por su parte, don Eleuterio era Inspector de tranvías, de aquellos
austeros representantes de la empresa que subían a los coches eléctricos, requerían
de los boletos a los pasajeros y les hacia un agujerito con una pinza, envuelto
en su correcto y limpio uniforme marrón, con blusa abotonada hasta el cuello,
tipo Mao, y con sus botones correctamente prendidos. Los domingos iban a misa
por la mañana, se comía un abundante “tallarín ryguazu“ al mediodía, y por la
tarde, don Eleuterio iba a visitar a un ex – compañero tranviario pensionado
por la Compañía, que había perdido las dos piernas en un accidente, y vivía en
los arrabales arenosos de Pinoza.
-
Me entere también que el hijo varón, Román, es un prospero medico en Texas,
Estados Unidos, y que Perla vive en Colombia, casada con un arquitecto, y
trabaja en aquel país como asistente social. Durante mucho tiempo, las paredes
de la casa de don Eleuterio y Ña Teresa estaban llenas de fotos de nietos que
no conocían sino por las postales.
Lo
sé todo por un amigo, Jorge Damián, muchos años menor que yo, y
sorprendentemente "hijo natural" algo tardío de don Eleuterio. El
lector estará diciendo que en esta historia, que es real salvo los nombres y
apellidos hay algo de contramano. Modesto y laborioso matrimonio proletario, de
gente decente, correcta, circunspecta y respetuosa de Dios, a la que de pronto
le aparece un "hijo natural“, o adulterino, en suma un bastardo, Algo que
echa por tierra la imagen algo pacata y vertical del severo Inspector
tranviario, de blusa abotonada. El hijo natural parece desteñirlo todo, la
santidad de aquella casita, el hogar modesto y limpio, la buena mama aguantado
el dolor de sus varices y cosiendo y los hijos quemándose las pestañas
estudiando. Mi amigo Jorge Damián viene a ser entonces en este relato algo así como
un chimpancé jugando en una cristalería.
Pero
él me explica la cuestión. - Es una cuestión de velocidad - me dice - Aquella familia se organizo para
competir no solo contra la pobreza, sino contra el tiempo. Ña Teresa no se daba
tregua en trabajar, ni don Eleuterio, mi padre, ni los hijos, estudiando. Con
el tiempo, llegué a la conclusión que aquello, más que una familia, era una
empresa para salir adelante, tirando sin pausas. El resultado es que los dos hijos,
Román y Perla, se recibieron jóvenes, con buenas notas. Recibieron ofertas y
becas, se fueron, y de pronto, cayó sobre la casa la pesadez del deber
cumplido, y la perspectiva de que adelante ya no había mucho por hacer. Doña
Teresa se conformo, pero don Eleuterio no. Libre del compromiso, perdió su compostura,
descubrió el mundo de afuera que se había negado, o al que había renunciado y
cambió. Salió más de la casa, se iba los domingos a jugar el "sapo"
en el patio trasero del almacén, hasta que se iba la luz del día y se tenía que
encender la lámpara de carburo para seguir jugando, se hizo allí amigo de unos
borrachos, y empezó a tomar con moderación, pero lo suficiente como para ir soltando
viejas correas y bozales de su estricta moralidad. Entonces conoció a mi madre,
mucho más joven que ña Teresa. . . y de la que no tengo buen recuerdo, porque
sucedió que fui concebido como accidente molesto para mi madre, que era una "embarcadiza"
bastante aventurera, es decir, viajaba una vez por mes a Buenos Aires, con el
vapor de la carrera, llevando cosidos a la faja para una joyería porteña joyas
típicas paraguayas, orfebrería en oro y plata, ñanduti, y collares de coral. Un
día, sencillamente, mi madre me envolvió en almidonados pañales, fue tranquilamente
a depositarme en el regazo de la sorprendida y
desconcertada Ña Teresa, y desapareció.
Don
Eleuterio, mi padre, logro capear el temporal. Confesó su desliz
extramatrimonial. En la buena de ña Teresa se suscitó un gran conflicto entre
sus principios morales y la bondad de corazón de una mamá buenota y compasiva.
Termino por aceptarme. Y entonces, las cosas volvieron a su cauce de antes. La
vida tenía sentido y misión de nuevo. Otra vez se volvía al destino de criar y crear.
Y el sujeto era yo, substituto de los que se fueron, ancla para sujetarlos a
una rutina que tenia cierto matiz de felicidad conformista. Cuando aprendí a
decir "mama" fue para decírselo a Ña Teresa.
Los
legítimos hijos de Eleuterio y Teresa - siguió contando mi amigo - se enteraron
por cable de la muerte de ña Teresa primero, y de don Eleuterio dos años más
tarde y enviaron condolencias y dinero para un "panteón bien lindo“ como
decían. Solo yo los acompañe a la última morada, con el corazón lleno de amor y
de gratitud.
En
fin, amigo lector, esta es la historia sin aristas que me conto el Dr. Jorge
Damián Peñalva (nombre cambiado) Presidente del Banco de . . . . . . mientras en la calidez de su despacho con
calefacción del último piso de un edificio céntrico, esperábamos que la
secretaria terminara el papeleo de un crédito que estaba solicitando. Movilidad
social, que le llaman, y que parece una de las pocas prendas de nuestra
Sociedad.
Mario
Halley Mora - MHM
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