Don Eliodoro, o don Elito,
para abreviar, mi amigo de 80 años, anda tan eufórico por la transcripción de
sus recuerdos que él opone como contraofensiva a la onda desconsiderada para
él, del “viejazo", que esta vez no lo visité yo, si me visito él, llevado
a casa por un nieto que conducía un modernísimo auto japonés (Todo de plástico,¡¡puaf!!
- según don Elito) y dispuesto a remover las cenizas de su nostalgia para beneficio de mi columna semanal. Le ofrecí
alguna bebida y solo acepto un cafecito sin azúcar.
- Y a propósito de agasajar
a las visitas - me dijo después don Elito - papa recibía a sus amigos bajo la
sombra de la parra, o del naranjo, donde se sentaban en cómodos sillones de
mimbre, y no ofrecía bebidas ni café. Mi madre, o la abuela Venancia, traían
una mesita y encima colocaban una limpia palangana enlozada con agua fría, y en ella, mangos o yvapurú,
cuando no guayabas, o dorados guavira o verdes guavirami, traídos de la quinta
que teníamos en Lambaré. A veces el agasajo eran de gordos y cremosos aratiku
(chirimoya) guasu, amarillos y aterciopelados
yva hai o racimos de uva, que la abuela no llamaba uva sino "parral".
Recuerdo que uno de sus más asiduos visitantes, gran amigo de papá y profesor
de Latín, no recuerdo donde, sufría del hígado, y cuando se marchaba de casa, llevaba
una Canasta de Lima de Persia, cosechada voluntariosamente por la abuela Venancia,
y que según ella, daba un jugo milagroso para curar todo, especialmente la tiricia,
¿No te aburro?
- De ninguna manera, don Elito - , le respondí
alentándolo a continuar acomodando el grabador que merecía miradas de desconfianza
de mi amigo.
- Te darás cuenta que menciono mas a mi abuela
que a mi mama - dijo y agrego - es que era todo un personaje la abuela
Venancia. Tenía un sentido agudo de la propiedad, y constituía para ella todo un
insulto que las gallinas de la vecina pasaran a picotear en nuestro patio. Una vez
decidió dar una lección, no a la vecina, sino a la gallina más atrevida que
hasta había entrado a su habitación y cagado desconsideradamente en el piso
inmaculado de baldosas. Mató a la gallina con rumbo al almuerzo del día, y
cuando oía que la vecina cocoreaba y rebuscaba entre los matorrales llamando a
su ponedora perdida, la abuela sonreía malignamente.
Lo malo es que esa tarde de julio,
el viento cambio repentinamente y se llevo al patio de la vecina el plumaje de
la gallina sacrificada, como evidente prueba del gallinicidio que había
cometido la abuela Mi abuela no salió de su habitación durante tres meses por
lo menos.
- Mi padre fue el primero en
el vecindario, como te conté en comprar un auto, Studebaker 1928 y una radio
Telefunken. También fue el primero en descartar el aljibe, cansado de hacer
arreglar canaletas y extraer sapos y gatos ahogados de las profundidades, e
hizo instalar un pozo artesiano, con su correspondiente torre en la cual giraba
un enorme molino de viento que movía la bomba. Recuerdo bien que en la gran
veleta timón que oponía al viento las hélices, estaba, pintada una leyenda:
"SAC Manuel Ferreira", importador del artilugio. En aquel tiempo, el
agua era el gran problema, y el espectáculo de los poderosos y cristalinos
chorros extraídos de las profundidades era para el vecindario una maravilla y
una tentación porque no tardaron en aparece niños y adultos con recipientes
pidiendo "un poco de su agua, don Zenón". Mama y papa, generosos y
cristianos permitían todo, y cuando abuela disgustada por tanta incursión pedigüeña
en la propiedad se puso cobrar un "níquel" de un peso más otro pequeñito
de 50 centavos (quince reales, según
abuela) por lata de agua, recibió una severa reprimenda de mi padre. Pero al
fin, como especialmente en verano el pozo se convirtió en una romería, mi padre
hizo instalar una larga cañería que
llevaba el agua hasta la calle, la
concurrencia sedienta creció para la exasperación de la abuela Venancia, y
cuando aparecieron unos chicos “aguateros" montados en burro, y llevando a
cada lado del pollino unas árganas que sostienen sendas latas que fueron de
querosén, de veinte litros, casi le dio
un ataque. Pero aun le esperaba más
depresiones cuanto también se sumo
primero uno, después dos, hasta media
docena de carros “aguateros” de tres
mulas y un tanque de 300 litros a surtirse del inagotable pozo.
Allí mi padre le dio razón a
la abuela, pero como sostenía que el agua es un don de Dios y
venderla es un pecado (con perdón de Corposana), permitió a mi abuela que convocara a las Hijas de María de la parroquia,
y que ellas administraran el pozo para financiar obras piadosas.
Abuela Venancia quedo a
medias conforme. Y papa también, porque ya entonces lo gratis era considerado
derecho adquirido, y cuando se empezó a cobrar, aparecía en nuestra muralla
leyendas como “don Zenón ladrón".
- Creo haberte mencionado al
tío vago, criador de gallos de riña y peluquero a domicilio que me regalo un
organillo Hohner. Yo adoraba al tío Gregorio, que una vez saco en una rifa una colección
de por lo menos 20 tomos de un libro llamado El Tesoro de la Juventud que corrió a regalármelos.
Los tengo hasta hoy, y ni loco se los presto a mis nietos. Aquel tío llego a
casa un vienes de tarde trayendo en una bolsa un gallo de pelea, porque la
riña estaba teóricamente prohibida), con
la idea de llevarlo al día siguiente sábado a Lambaré, donde había reñideros.
Lo ato a un árbol, en las ramas altas, había sido para que no picoteara nada en
tierra, pasara hambre, anhelara a las
gallinas, odiara al gallo proletario y satisfecho que teníamos y acumulara
furia para la riña del día siguiente. Yo no conocía aquellas leyes del
gladiador plumífero, y al día siguiente, sábado, muy temprano, compadecido de
aquel guerrero cautivo le di de comer la miga de un pan sobrado completo que
guardé del desayuno, más un plato de fideos que había sobrado de la cena
anterior. Sin saberlo, el tío metió el gallo en bolsa y fue a Lambaré. Volvió
entristecido a la tarde, mi mama le sirvió una merienda y él le contaba a su
hermana y que no se explicaba como un
gallo ordinario y tuerto había masacrado a su querido gallo de riña. Yo callé
mi culpa, y siempre me consolé pensando que aquel gallo murió por lo menos con
el estomago lleno.
- Pues bien - prosiguió don Elito con un suspiro - ¿No te
parece que todo ser humano va acumulando recuerdos y nostalgias con los años, y
cuanto más viejo, mas grande y querido el tesoro en los arcones de la memoria?;
¿Porqué hacer mofa de ello? Y ahora me voy, porque mi nieto estará impaciente
ya, esperándome en ese estuche de plástico motorizado al que llama auto. Auto
era el Studebaker de papa, todo de hierro.
Mario Halley Mora - MHM
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