Lo llamativo de Osvaldo y Daniela es
que todo parecía que iban a formar pareja, allá en su lejana juventud de los
años cuarenta. Pero nunca lo fueron. Eran jóvenes de mi edad, ella rubia y rozagante,
y el moreno y buen mozo, con una resplandeciente dentadura, y como todos los jóvenes
de aquella época que "afilaban" como se decía entonces y se querían,
iban al Mbigua a bailar sobre la pista de tablones elevada, una especie de gran
kiosco, después de hacer el romántico cruce de la bahía en una asmática lancha
de aquel club. O al Deportivo Sajonia, o a la Casa Argentina, o a la terraza
del Granados. "Festejante" de una amiga de Daniela, el suscrito
formaban con ella y Osvaldo, una pareja de parejas, muy unida en aquel entonces.
Los dos estudiaban en la Escuela de
Comercio y llegaron a recibirse el mismo año. El entro a trabajar en un banco y
ella se empleo en una casa comercial muy connotada de la época. Hablaron es
casarse, y estoy seguro que fijaron fecha. Pero en la familia de ella sucedió
una desgracia. Su padre, un amable señor que si la memoria no me falla era
telegrafista en el Correo, fue a bañarse un domingo en el "Chorrito",
una cascada límpida de agua que caía en los fondos del parque Caballero. Era un
día muy caluroso y al parecer, con los amigos, decidieron ir a darse un chapuzón
en el riacho Cara Cará, que era un brazo fluvial que en el bajo del mismo Parque
comunicaba la Bahía con el rio, y tenía triste fama de correntada
peligrosa. Allí se ahogo aquel domingo
el padre de Daniela, que conviene aclarar, era hija única. El casamiento se postergo
por el luto de ella, y cuando pasado el tiempo volvieron a hablar de la cuestión,
surgió la dificultad en Daniela."No puedo dejar sola a mamá“. La formula
de poner casa y llevar a mamá no pudo ser, porque Osvaldo contaba con vivir los
primeros años de casado en su casa, y tenía muchas hermanas, y una mamá algo plagueona.
Ya entonces y como enseña la historia, suegro y consuegro no hacen buenas
migas. Pensaron en hacer las cosas al revés, es decir, casarse e ir Osvaldo a
vivir con la suegra, la buena señora consintió y permitió que la pareja
construyera dos piezas y un baño en su propiedad. Combinaron en casarse cuando terminara
la construcción. Pero antes de terminar la vivienda estalla la revolución de
l947. Osvaldo había sido una especie de cabecilla de una huelga de bancarios
que se produjo un poco antes del estallido, de modo que una noche, en bote.
Llego a poblar las carpas de Clorinda, donde durante meses comió el amargo pan
del gendarme, y después, marcho al sur, hasta Buenos Aires, donde revalido su
titulo y trabajó en una casa editora, y hasta compró una casa en un pueblo
provinciano llamado Santos Lugares. La correspondencia entre los dos fue
nutrida. Él le pedía que fuera a Buenos Aires. Ella contestaba que no podía
abandonar a su madre algo desvalida que dependía totalmente de ella, ni se
atrevía a dejar su trabajo donde era bien remunerada y muy apreciada por los
patrones. Y le rogaba que esperara un poco más.
De a poco las cartas que se cruzaban
fueron más espaciadas. Y cuando la madre de Daniela partió a reunirse con su
esposo, ella le escribió a Osvaldo, recibiendo por respuesta unas breves líneas
con los pésames, y nada más. Ninguna intención de reanudar los propósitos de
matrimonio.
Daniela dio por terminada aquella
ilusión de juventud, pero nunca se caso.
Osvaldo volvió en l992 a Asunción, encorvado, abuelo de innumerables nietos
argentinos, jubilado y viudo.
Toda la historia surge de una noche
de verano de aquel l992 en que un sábado de soledad (mi familia había viajado)
en tren de vagancia nostálgica, me aproxime a los muelles del puerto hacia los
cuales veía dirigirse parejas jóvenes, que obviamente, iban al Mbigua, coma yo
mismo lo había hecho miles de años antes.
Estaba mironeando a las bulliciosos
jóvenes que abordaban la lancha, cuando me fije en la pareja de edad, que
absorta contemplaba el mismo espectáculo.
Con un nudo en la garganta reconocí
a Osvaldo y Daniela, con todo el peso del tiempo y la ausencia encorvando sus
hombros. Me di a conocer y nos saludamos con ese artificioso alborozo de los que
nada ya tienen que compartir, y parloteando con Osvaldo, oímos que la lancha
arrancaba y que Daniela lloraba.
La miramos con pena, y allá susurro
señalando la lancha que iba cortando las aguas obscuras.
—Es la misma lancha. . .
Efectivamente, era la misma lancha (¿La
Pino se llamaba?) de cincuenta años atrás, quizás con un nuevo motor, pero era
la misma lancha.
Pero no era al mismo tiempo, ni la
misma juventud, ni la misma pista de tablones, ni el mismo bolero
"Nosotros" sonando desde la orquesta. Pero si, el mismo rio, el que
primero acuno la travesía feliz de los sábados por la noche, y después fue camino del exilio, hasta este
puerto de vejez compartida, que es lo único que les queda hoy a Osvaldo y
Daniela.
Me contaron su historia tal como
acabo de narrar, y cuando me despedí me fui filosofando por las calles
obscuras, sobre las promesas felices de los encuentros jóvenes, la
ferocidad canibalesca de la política, y
la inutilidad melancólica, como de lagrimas secas sobre mejillas arrugadas, de
los reencuentros tardíos.
Mario Halley Mora - MHM
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