miércoles, 6 de enero de 2021

CUENTO : Recuerdo de Reyes ✨Mario Halley Mora Pasó hace mucho tiempo. Cuando mis noches de Reyes eran noches de insomnio. Cuando toda la felicidad humana se centraba en la respuesta que recibiría la blanca interrogación de mis zapatos, mojados de luna y rocío, que velaban sobre la ventana. Cuando yo era niño, y sabía que bastaba serlo para creer. Yo creía en los Reyes. Pero en el barrio éramos muchos. Y otros no creían. Como Robertí. Cuando hablábamos, aquella noche del 4 de enero de un año lejano, de la próxima venida de los Reyes, surgía Robertí como un pequeño demonio de la negación, y riéndose con su boca fea y sus ojos bizcos, atropellaba: -¡Pero qué zonzos son! Lo Reye no hay. Lo Reye son tu papá que te pone en tu zapato mientra vó dormí. Le pedíamos una prueba. Y él nos replicaba que su papá «le había contado todo». Entre otras cosas, que «lo Reye son una macana inventada por lo juguetero para vender». Entonces, yo dudaba un poco, porque lo había dicho un papá, es decir, un ejemplar semi-divino (pero no tanto como el mío) que generalmente tiene una respuesta sabia para todas las preguntas. Claro es que en aquella edad no sabía que el amor de los padres, de la misma manera que ponía en sus bocas mentiras dulces, también sabía poner verdades amargas. Que era el caso, hoy lo comprendo, del papá de Robertí, a quien, en el recuerdo, vuelvo a ver desmedrado y flaco, trabajando mucho y ganando poco, sin darse tregua en el trabajo, tanto como lo exigía el pan para sus seis o siete chiquillos enfermizos. Felizmente para mí, formaba parte de aquella «barra» infantil Juan Carlos, que tenía mi misma edad, pero un millón de años de experiencia. Juan Carlos era impecable en todo. Era el mejor jugando al fútbol, pero nunca destrozaba su ropa. En la Escuela cada año se llevaba, con sonrisa señorial, el premio en «aplicación y conducta». Su padre era un brillante abogado. Y su madre había muerto precisamente un 5 de enero. Sobre esa casualidad triste él solía darme la explicación que a él le había dado su padre. Por eso, la negación que Robertí nos lanzaba al rostro como una pedrada cruel hería con mucha más intensidad a Juan Carlos. Y aquel 4 de enero, Robertí colmó la medida y tuvo lo suyo. Juan Carlos, para nuestro asombro, perdió su invulnerable compostura, y, como el mejor «moquetero» del barrio, propinó a Robertí la más grande paliza que yo había visto en mi vida. Lo golpeó concienzudamente, casi con saña. Recién ahora comprendo a Juan Carlos, porque comprendo hasta qué punto necesitamos volvernos guerreros para defender lo que creemos, o por lo menos lo que necesitamos creer. El epílogo de aquella pelea fue extraño. Robertí lloró, pero Juan Carlos, un poco ídolo caído ese día, lloró más. Entonces creía yo que por sí mismo. Hoy creo que por Robertí. Hubo después una explicación entre los respectivos padres. Y cuando Juan Carlos tuvo que rendir cuentas al suyo, acudí de testigo. Conté todo al padre de Juan Carlos, y salí pensando después que el papá de mi amigo era bastante raro, porque en vez de «retarle», le abrazó y le dijo: -Mirá, mi hijo. A los que no creen no se les pega. Se les enseña o se les perdona. Y había cuatro lagrimones. Dos en los ojos del hijo, dos en los ojos del padre. Llegó la noche soñada del cinco de enero. Yo había pedido un trencito «con vía y todo», pero recibí, como todos los años, una bolsita de caramelos, que eran dulces, pero me sabían amargos. Salimos después a la calle a intercambiar noticias. Y aquello fue la sensación. A Juan Carlos, el hijo del abogado próspero, los Reyes no le trajeron nada. A Robertí, el hijo del empleaducho en crisis, le trajeron lo que es la suma de todos los sueños, una bicicleta. Y Juan Carlos no estaba triste. Miraba a su papá y sonreía. Y su papá lo miraba a él y sonreía también. Irradiaban felicidad. Hoy comprendo la razón. Robertí creía. La mamá de Juan Carlos seguía caminando por los caminos del cielo, detrás de los Reyes Magos .

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