martes, 20 de marzo de 2012

Cometario i: El alma del barrio


En un viejo almacén del Paseo Colón donde van los que tienen perdida la fe ... ", dice la melancólica letra de un viejo tango, y nos suscita la reflexión de que el "almacén", allá en Buenos Aires como aquí en Asunción, es una institución que tiene ese algo de mágico como para despertar la inspiración del poeta, muchos de los cuales han ubicado el "alma del barrio" en ese negocio que más que una función mercantil, ha cumplido una función social en el pequeño universo donde se desenvuelve. Sin embargo, parece que tanto en Buenos Aires como en Asunción, el almacén ha sido borrado por el progreso, o quizás aplastado por el "supermercado" rebosante y sin alma. A veces, no sabemos si para cumplimentar la orden medica de "hacer un poco más de ejercicio" o para explorar en los meandros de la nostalgia, caminamos por los barrios periféricos, buscando inconscientemente el almacén típico, auténtico, uno igual a aquel de nuestro barrio antiguo, con su mostrador pulido por los codos de los borrachos, su olor a cebolla rancia, la mortadela colgada de un clavo en la estantería, la pequeña fiambrera sobre el mostrador con su contenido de dulce de maní (ca'í ladrillo), dulce de guayaba en finas láminas, coserevá y dulce de leche, y sobre el mostrador también, el envase de vidrio para los caramelos y aquella nauseabunda trampa de cristal para las moscas. Mundo pobre, pero rico en significado, donde el almacenero en camiseta y zapatillas era mas que un proveedor un amigo, que escribía la saga de su generosidad sencilla en las páginas de la "libreta de almacén", que era algo así como la cuenta corriente que abría la amistad para la necesidad del prójimo. Buscamos ya en vano un almacén así, con sus escobas nuevas clavadas en las bolsas de maíz o de poroto, con su calendario de dos o tres años atrás, con su balanza de pesas negras y grasientas garantizadas por el "fiel contraste" municipal, y con su personaje clave, y con el alcohólico que no tenía casa ni plata, pero encontraba un techo en el almacén, una copa de caña que violaba el letrerito de "hoy no se fia mañana sí", y la interminable conversación, mostrador de por medio, con el aburrido almacenero. Ese almacén ya no está. Lo desplazó la atiborrada "despensa" coreana, donde hay de todo, menos conversación, convivencia, un oportuno socorro en los días de sogué familiar, y un almacenero viejo como el barrio, que vio nacer a la linda del barrio ayer y la recibe hoy como joven mamá de otra generación.
Mario Halley Mora - MHM

Comentario i: Reposo total

El día era terriblemente caluroso, y el asfalto de la ruta por donde íbamos manejando se sentía pegajoso, como derretido por el sol de fuero. Pasamos por un pueblo, un pueblo cualquiera, y entramos a campo abierto. Y de pronto, en el fugaz momento que nos permitía la velocidad del coche, con ese poder de síntesis que existe en el cerebro humano, vimos una escena pastoral. Una casita pintoresca, con una "parralera" verde delante, emplazada sobre una loma que era al mismo tiempo un ondulante prado de lozano pasto. En el jardincito, crotos y otras plantas ornamentales, y sobre el techo de aquella casita rural, el lujo de una antena de televisión. Un bello conjunto, una ingenua pintura de vida rural, pero dentro de ese marco bucólico lo que mas llamó la atención fue el aspecto humano: un hombre sentado en una silla, a la sombra de un apretado mango de fresca sombra. No tuvimos tiempo de ver qué estaba haciendo, o tomado tereré, o leyendo un diario, o trenzando tientos, o simplemente, haciendo nada. Pero de todas maneras, sentimos envidia, aun dentro de la protección del auto con aire acondicionado, de aquel ser humano de nuestro tiempo que aun tenia el privilegio de sentarse a la sombra de un árbol. Para pensar, para leer, para hacer un cansino trabajo manual sin prisa alguna, o simplemente, para no pensar en nada, sentir sin oir el ruido del viento en el follaje, gustar en la piel la frescura de la sombra, y dejar vagar el pensamiento, el pensamiento purificado por una santa pereza, sin interrogantes filosóficos, sin asperezas políticas, sin señales de tormentas económicas, sin rencor por un ayer en que castigó la injusticia y sin miedo de un mañana que será igual a hoy. En fin reposo total, con el cerebro dulcemente amodorrado trabajando en ralenti, con el oído lleno de rumores y los ojos reconfortados por los colores del paisaje, sentado allí, a la sombra, mientras la naturaleza gentil hace su trabajo, y la mandioca crece bajo la tierra, la naranja va madurando, la abeja zumba de flor en flor, el coco anuncia su perfume de navidad, la olla murmura sobre el brasero, y el chancho se revuelca feliz en su deliciosa mugre de chiquero. Aceleramos y seguimos nuestra ruta, pensando en rectificar aquel cuento en que el hombre feliz no tenía camisa, cambiándolo por el hombre sentado a la sombra de un árbol en una tarde de verano ardiente, sintiendo que la vida pasa sobre él, como las mansas, frescas aguas de un arroyuelo.
Mario Halley Mora - MHM

Comentario í: Las artes marciales


Un distinguido y respetado amigo, culto y sobre todo "capo" por la alta posición que ocupa, vino a charlar con nosotros, y en amable discusión, poner en duda nuestras convicciones sobre las llamadas "artes marciales". Hay que destacar, que el buen amigo es "cinturón - de - no - se -qué - color", especie de generalato en el ramo, lo cual no nos preocupaba en absoluto de terminar la discusión con una clavícula rota o algunas costillas lesionadas en serie, porque sabíamos que él sí era un hombre equilibrado, ponderado y prudente, aunque atribuimos eso más a su cultura universitaria que a su paso por el Gimnasio. Coincidimos en un punto: las artes marciales llevan (o deben llevar) al practicante al dominio de sus pasiones y de sus emociones, y a cierta categoría de paz interior. A partir de ahí, le hicimos la pregunta que consideramos clave: ¿Cómo se logra llegar a ese dulce estado de pasividad ... a través de la violencia? Nos miró genuinamente asombrado. "¿Violencia. qué violencia?", nos pregunto. Le respondimos: "Mira, las “artes marciales” son para la lucha de un hombre contra otro hombre. La esencia de la lucha es la finalidad de vencer. Vencer es hacer daño, o por lo menos, humillar al rival. Para vencer hay que tener más fuerza, más astucia, más habilidad,  imponer la superioridad física: no es eso violencia?" . Se enojó un poco, e irritado nos replicó: ”Presentas las artes marciales como un riña de gallos". " - No tanto - le dijimos - pero . . . ¿Para qué se enfrentan lo dos luchadores? ¿Para decirse lo mucho que se quieren dándose codazos, golpes en la nuca, puñetazos al corazón, patadas en el hígado?" Como no íbamos a ponemos de acuerdo, le contamos un episodio visto el domingo pasado en el Estadio. Un hombre y su hijo iban buscando su asiento, pasando entre apretadas filas de gente ya sentada. Sin querer, pisó los pies de un señor maduro, que tenía mucha estima al lustre de sus zapatos, o tenía callos dolorosos. Lo cierto es que se irritó y dio un empujón a quien lo había pisado, que perdió el equilibrio y cayó sobre la gente sentada en el escalón inferior. ¡Para que lo hizo!. De algún lado, le cayó un rayo sobre la cabeza, sintió un lacerante dolor que inundaba todo el cerebro, vio todo rojo, sintió náuseas y se desvaneció. ¿Qué había ocurrido? Muy sencillo, que el chico de 12 años, hijo del empujado, que venía detrás, aplicó al maduro e irascible señor un golpe de "artes marciales" con el canto de la mano, por encima de la oreja en defensa de su papá. Aquel chico había aprendido a hacer un terrible daño, quizás a ocasionar sin querer un paro cardiaco a un viejo, pero no había aprendido nada de la “templanza y serenidad” de que tanto se habla.-
Mario Halley Mora - MHM

Comentario í: Alegria de vivir


Hoy, domingo, nos corresponde trazar el argumento de una “historia anodina", y para ello, nada mejor que rendir un homenaje a Crescencio, un modesto señor de nuestro conocimiento. Existe una novela, creo que de Alejandro Dumas, si no estoy equivocado, titulado "El Hombre que Ríe". Es la historia de un pobre niño secuestrado por gitanos. Para exhibirlo como un fenómeno de feria, los gitanos le hacen unos cortes en los músculos faciales, y la cara del niño adquiere una mueca constante de risa, y así crece, y así, "riendo" siempre, se convierte en un ser triste y desgraciado. Crescencio es todo lo contrario, la sonrisa que tiene, se la trajo al mundo, se la pintó Dios en la cara, y nunca se borró de ella. Alguna vez hemos leido de personas que tienen una "capacidad de alegría". Crescencio es una de ellas. Ha pasado por muchos avatares amargantes, y nunca perdió la sonrisa, ni el buen humor, ni la bonhomía. Desde joven, enfermó de diabetes, sobrelleva su enfermedad sin poses trágicas ni lamentaciones inútiles, mantiene su "capacidad de alegria". Su vida no ha sido precisamente una cadena de circunstancias felices. Un hijo se le ahogó en la Bahia, la madre, viejecita, loca, fue a parar un Asilo, donde estuvo hasta morir. Su esposa, hacendosa modista que le ayudaba en un modesto hogar, dejó la costura por serios problemas de la vista, y una hija, casada con un chileno, emigró a Chile y nunca tuvieron más noticias de ella, por más de que por mucho tiempo escribieron a diarios, emisoras, y hasta a las autoridades eclesiásticas del país andino, hasta darse por vencidos y abandonar la empresa. Con toda esta serie de calamidades encima, podría pensarse que Crescencio es un hombre de mirada velada por el sufrimiento, de palabra agresiva por la amargura, de espíritu negado por el resentimiento. Pero no es así. Yo no se de donde, pero de alguna escondida veta interior, siempre está extrayendo alegría, sonrisas, buena voluntad para los demás. No se recoge sobre sus sufrimientos, sino se abre hacia la vida, está ayudando en su barrio a formar una Escuela de fútbol para los niños, sale a vender rifas en beneficio de la construcción de la escuela parroquial, pone su televisor en el jardincito de su casa modesta del barrio más modesto aún, para que los vecinos que no tienen aparato vengan a ver los programas nocturnos. En suma, vive, derrama solidaridad, alegria, satisfacción de estar vivo, de servir, de ayudar, de comprender a los demás. Por eso dijimos que el argumento de esta "historia anodina", tendría un carácter de homenaje y lo es a Crescencio.
Mario Halley Mora - MHM

Comentario í: El paso irreversible de los años


Una distinguida dama, que acababa de cumplir años y fue agasajada por sus amistades, nos trajo una breve crónica para la Sección Sociales del acontecimiento, acompañada de una fotografía suya. Le dijimos que con mucho gusto publicaríamos aquello, pero de pronto, nos llamó la atención la fotografía en cuestión. Era ella, desde luego, pero. .. 25 años más joven, y el contraste, por no decir pintoresco, resultaba casi grotesco, porque entre la esplendorosa joven que sonreía desde la fotografía y la arrugada, cargada de años y de kilos, dama que nos visitaba había una gran diferencia. Quisimos razonar con ella, Señora - le decíamos - por qué no acepta la realidad de las cosas, el paso irreversible de los años, la pérdida irrecuperable de la frescura del pasado, y nos trae una foto suya de AHORA? Se ofendió un poco y esgrimió la antigua fotografía y nos dijo con algo que quería ser lógico: pero esta joven ... soy o no soy yo? Con paciencia, la replicamos que allí el tiempo nos estaba haciendo, una trampa a todos, y no solo el Tiempo como medida de lo que es pasado, presente y futuro, sino el tiempo de la conjugación verbal. De modo que argüimos: no, señora, Ud. ya no es esta jovencita, Ud. FUE esta jovencita. Esta niña pertenece al pasado, es Ud. misma, pero "fue" otra. Por fin, después de una discusión que a veces se volvía agria, decidimos publicar la crónica, pero no la fotografía. Se fue y nos dejó el hilo para desenredar la madeja de nuestro tema. ¿Por qué tanta gente, y no solamente de sexo femenino, se aferra tanto a la juventud que ya perdió? Recordamos en ese sentido, la respuesta que dio un hombre canoso, al amigo que le dijo que si se teñía el pelo iba a PARECER diez años más joven. El hombre dijo: Primero, no me interesa PARECER más joven. Segundo, no me tiño las canas porque me las gané una a una, con trabajo, angustias y sacrificios. Esta respuesta es rica en contenido, humano. El, hombre integro es lo que ES, no lo que PARECE, porque si vive tratando de PARECER y no de ser, se convierte en un engaño vivo, sin ton ni son. "Mi felicidad consiste en reconocer la edad que tengo”, nos dijo una vez una distinguida señora en una reunion social, y en esa afirmación adivinamos el fundamento de un sentido realista de la vida, de la educación, de una discreción elegante y refinada, sobre todo cuando agrego: “En cada edad hay una oportunidad de felicidad . . .¿por que tratar de rescatar lo que corresponde a un tiempo que ya pasó?”
Mario Halley Mora - MHM