sábado, 29 de junio de 2013

Comentario i: Santas, santos, mártires y . .



Un lector, estudioso del pasado asunceno, que leyó nuestro comentario-i sobre el santero, nos llamó y nos dice que tiene setenta años, que conoce mucho la ciudad donde ha nacido, y que la única "santería" que conoce, ya desaparecida, estaba en la actual esquina de 25 de mayo y Estados Unidos, y por más que trata de recordar, no recuerda otro negocio del ramo en la calle Pettirossi. Nosotros sí le aseguramos que existía, y la trataremos de ubicar lo más exactamente posible, porque esa calle cambió mucho. Anteriormente, a una cuadra de Perú, yendo al centro, desembocaba en Pettirossi una calle corta, llamada "Porvenir". (después se cerró la bocacalle). En esa esquina, tenía su residencia una familia distinguida, la familia Taboada. y frente a esa casa, en la otra acera, en una casa humilde con frente de tablas, estaban la santería y el santero de nuestro comentario. Era en la misma época en que sobre esa calle, campeaban los grandes comercios de Casa Terol, Juan Roca, Almacén El Aviador (del padre de la famosa Edith Nunes) que creemos hasta hoy subsiste, Tienda Gastón y Cía., los depósitos de don Andrés González (al parecer hermano de Natalicio) Y otras grandes casas. De modo que nuestra crónica sobre el santero aquel no es imaginación, sino recuerdos difusos de la infancia. Es más, pensando más en el asunto, recordamos el hecho insólito de que aquel santero masón, ateo, ácrata y nihilista, como él mismo se confesaba, a parte de ser imaginero, pintor y escultor, escribía y tenía en un grueso cuaderno de contabilidad, oraciones inventadas por él, y según él, infalibles. Oraciones a San Cristóbal para viajar sin sobresaltos, oraciones a Santa Catalina para salirse de casos desesperados, oraciones a San Jorge para derrotar a los enemigos, oraciones a "San Pascual Bailon" para encontrar objetos perdidos (si mal no recordamos, había que recitarlas bailando) y desde luego, oraciones a San Antonio para las damas desesperadas de conseguir pareja. Como esas, había redactado cientos de oraciones a determinados santos, santas, mártires y vírgenes que eran “abogados” para determinadas circunstancias de la vida. Y el negocio anexo, era vender copias de esas oraciones inventadas por el. Como dijimos en anterior comentario-i, el negocio cerro, y a él lo vimos convertido y muy devoto, ya viejo. Pero lo que no sabemos es si conversión y arrepentimiento llego hasta el punto de hacerle renunciar a su medio de vida: la inofensiva simonía con que desconcertaba los valores prístinos de nuestra niñez.

Mario Halley Mora - MHM


martes, 25 de junio de 2013

CUENTO: EL LUISON

En aquel suburbio asunceno de hace mucho tiempo, vivía el vecindario humilde sobre la calle arenosa, con sus “lotes” divididos por setos vivos de feroces e infranqueables amapolas. En la esquina, había un almacén, dando frente a la Peluquería “La Elegancia” - Desinfección Formol”, con sus dos sillones instalados en un cuartito minúsculo, que en días de calor, se trasladaban afuera, a la sombra de un apretado y siempre verde mango, cuyo tronco ofrecía apoyo al parduzco espejo.
Todo el vecindario se conocía y charlaba de las cosas de siempre. Existía entre todos una amistad simple, rutinaria, no tan a flor de piel para ocultar murmuraciones subterráneas, como la costumbre de ña Carlota de comerse las gallinas ajenas que se metían en su patio, o los amores de Jacinta, esposa de embarcadizo, con el “turquito caré” que le surtía de todo a crédito, y nunca cobraba, por lo menos en efectivo.
Pero de esta Sociedad simple, estaba radiado Don Félix, el zapatero remendón. Vivía solo en un rancho enorme y destartalado. Cocinaba su propia comida y mientras la olla humeaba eternamente sobre el brasero, él parecía pegado a su banquito, a su trincheta y a su lezna.
Pálido, casi espectral, tenía una fama temerosa. Se murmuraba que era “Luisón”, y nadie, aún el más voluntarioso podía ocultar cierta aversión cuando tenía delante suyo al zapatero. Este, con su mirada triste, de extraños y desteñidos ojos azules, callaba, remendaba zapatos y vigilaba su olla vaporosa sobre el fuego de carbón.
Nadie sabía nada de su vida. Todo lo que se conocía de él era su soledad y su triste fama. Era, sí, el tolerado culpable de muchos terrores nocturnos, de aquellos que recorren el espinazo con el frío reptar del miedo, cuando un aullido rasga la noche y los oídos, y puebla la imaginación de horrendos banquetes fúnebres.
Lo dicho. Don Félix era temido, y tolerado. Hasta que llegaron aquellos días fríos de agosto. Lo que era el rutinario miedo de todas las noches, creció en forma alarmante. “Algo” innombrable, aponchado en sombras, salía cada noche de la casa de Don Félix y se alejaba por la calle arenosa. A su paso, las decenas de perros del vecindario, armaban una tremenda, aullante baraúnda infernal.
En cada animal empavorecido, podía adivinarse las distintas tonalidades del miedo, del pavor, del misterio, de la voluntad sometida a un par de ojos feroces, brillantes como brasas.
Aquello duró casi quince días. El vecindario trajo a un cura, solicitándole que exorcizara al zapatero. El cura se negó - Por miedo, dijeron los vecinos - y entonces, empezó la represalia, tímida, cobarde, pero atormentadora. Desde todos los ángulos de los patios desiertos, por la mañana temprano, por la siesta, y al anochecer, llovían piedras sobre la casa del zapatero. Este, inmutable y callado, vigilaba su comida pero no trabajaba, pues nadie se acercaba ya a solicitar sus servicios de remendón. Hasta que cierto día, un proyectil fue más certero y le ocasionó un mala herida en la cabeza.
La noticia cundió. Don Félix, el Luisón, se había herido, pero de la herida no manaba sangre. Don Félix era seco como un cadáver.
Hay en el corazón de toda mujer, una extraña mezcla de curiosidad y vocación maternal. Y así se sintió Narcisa, cuando supo lo de la herida del zapatero. Joven y linda, asediada por los muchachos del barrio, hizo a un lado los apasionados torrentes de amor que abrumaban su juventud, y dejó que su corazón sintiera lástima. Conocía a Don Félix. Le dolía oscuramente su soledad, y participaba de la vaciedad de cielo brumoso que había en la mirada del zapatero. Se sintió llamada, y fue. Llevó la botellita de tintura de yodo, y comprobó que de aquella cabeza lastimada, sí manaba sangre, roja, común y dolorida. Curó y vendó la herida, encendió el fuego apagado y dio alimento al herido.
Y se hizo el milagro. Desde aquella noche, no hubo más terrores ni aullidos. Narcisa había hecho el milagro. La maldición se había disipado por la fuerza del amor y la ternura.
Pero esta es una historia real, no un cuento. Si hubiera sido tal, Narcisa se habría casado con Don Félix. Pero no, se casó con otro, y nadie sabe si fue feliz o no. Tampoco Don Félix fue del todo dichoso, pero fue menos huraño, se hizo de amigos, emergió un poco más de su abismo, de soledad, y hasta aprendió a sonreír, pero claro, con cierta tristeza...

Mario Halley Mora – MHM
(del libro Cuentos, Microcuentos y Anticuentos)

lunes, 17 de junio de 2013

Comentario í: Maestra jubilada



Siempre nos hemos imaginado el gozo, el consuelo y la esperanza que debe inundar el espíritu del caminante del desierto, sediento, que de pronto se encuentra con la frescura y la generosidad de un oasis. Ocurre igual en la vida diaria, cuando nos topamos con un episodio aleccionador, que nos recompensa de las crueldades de la competencia, o de esta "lucha por la vida" donde es cada vez más lícito apelar a las uñas, los dientes, los rodillazos. "Tengo 73 años - nos dijo una majestuosa anciana, cuyos cabellos blancos parecen querer mostrar una orla de pureza - Ejercí la docencia durante 49 años, hasta que me jubilaron. Vi con alegría aquel momento en que empezaba mi merecido descanso. Pero no hubo tal descanso, porque en medio siglo de lidiar con los niños, mi vida se condicionó completamente a ellos. Me di cuenta que necesitaba enseñar para vivir, de la misma manera que necesito respirar para vivir. Mis oídos buscaban con desesperación el rumor de los recreos y el sonido de las campanillas, y lo que es peor, aquí, encerrada en mi casita, tenía la impresión de estar traicionando a alguien. No se si a mí misma, a Dios, a mi destino. Pero sin una regla en la mano, sin una tiza para escribir en el pizarrón, sin una pila de cuadernos de deberes que corregir, me sentía vacía, angustiada, sin una razón para vivir, tanto, que yo que nunca falté a clase en 49 años por enfermedad, empecé a sentir dolores de cabeza, inapetencia, desgano. Comprendí lo que me pasaba. La ecuación era simple, si quería seguir viviendo, tenía que seguir enseñando. Y tomé el teléfono, y empecé a llamar a ex­alumnos niños que ya son abuelos y tendrían nietos, y que ya son padres y tienen hijos. La oferta era en realidad, allá en lo profundo: "Por favor, socórranme, mándenme a sus hijos o a sus nietos", aunque en la superficie decía que tenía tiempo libre y podía dedicar a orientar a los niños en el cumplimiento de sus deberes, en sus lecciones atrasadas. Empezaron a venir de a uno, y fueron cinco, luego diez y ahora 16, en “turnos de mañana y tarde”. No cobro sino lo que me quieren dar, y de esa manera, aunque no puedo volver a la escuela, traje a la escuela a mi casa, y recupere el bullicio, mi adorado olor a tiza, mi vida mi destino”. Asi de sencilla es la historia de esta buena señora, que dicho sea de paso, fue alguna vez la maestrita rubia y deslumbrante de quien se enamoraban los matungos y hoy, mas que maestra, es la abuelita honoraria de los cabezudos que se atrasan y necesitan lecciones extras.
Mario Halley Mora - MHM

Comentario í: Se vive solamente una vez

A veces, en el verdadero basural poético que conforma la letra de tangos, boleros y canciones, aparece como para redimir lo feo y lo mediocre, lo edulcorado y ramplón, una frase, una línea, cuya grandeza y profundidad quizás el mismo poeta no intuyó. Así, con esa distraída actitud del que maneja y escucha la radio del automóvil al mismo tiempo, escuchamos de pronto una frase inserta en una canción: "Se vive solamente una vez ... ". Frase que nos impactó, que nos hizo pensar, que nos llevó a la certidumbre de que todo momento en la vida, feliz o amargo, ocurre, pasa y se va rumbo al olvido insondable del tiempo, justamente porque "se vive solamente una vez”. Y pronto, demasiado pronto, el pasado se vuelve nostalgia, el presente se esfuma, y el futuro llega impensadamente, con su carga de sueños cumplidos algunas veces, de sueños postergados o renunciados casi siempre. Lo cierto es, en este orden de cosas, que por aquello de que "se vive solamente una vez", hemos probado la amargura de que la oportunidad que tuvimos no la supimos aprovechar, el amor que inducimos no lo pudimos conservar, la amistad que anudamos la dejamos esfumarse; como también hemos gustado de los frutos de aquel momento de inspiración, de suerte o de habilidad que nos, ofertó la vida, y consolidamos bienes que a lo largo del tiempo, fueron y son fuentes de alegría, de contento o de consuelo. Pero por encima de esos extremos de ventura y desdicha, de vida plena o soledad, queda vigente aquello de que "se vive solamente una vez", para decirnos que en términos generales, la vida es avara, nos da una sola niñez con su florescencia de inocencia y de alegría; nos da una sola, breve juventud con sus primaveras de amor, de ilusiones, de encuentros inolvidables a la sombra de los rosedales y de citas a la que íbamos con el paso tardo del tímido y el corazón galopante del apasionado; nos da una sola etapa de madurez en la que el fuego, de la pasión se apaga y la antorcha de la prudencia se enciende. Y por fin, nos conduce a una sola vejez, que a veces tiene la melancolía desgarrante de los viejos barcos varados de la playa, y a veces la templada alegría, el sosegado contento de quienes han tenido la sabiduría de envejecer, de aceptar la mieles y las hieles del tiempo que paso, y de mirar sin temor el gran misterio del tiempo por venir. En fin, todo al final, se reduce a que “se vive solamente una vez”, y que hay siempre, solo  una oportunidad para llenar de errores o de aciertos, esa única vez.
Mario Halley Mora - MHM

domingo, 16 de junio de 2013

Comentario í: Padre generoso o Padre flojo

El afligido papá, sentado en el salón de espera del sanatorio mientras su hijo estaba siendo operado en el quirófano, no cesaba de mesarse los cabellos y repetir una y otra vez ¿Cómo me salió así este muchacho si yo le doy todo lo que quiere? Lo que sucedía, era que su hijo, muchacho de 18 años, había mandado fabricar un duplicado de la llave del automóvil del padre, esperó a que este durmiera por la noche, sacó silenciosamente el vehículo, y salió de farra con unos amigotes. Para su desgracia, chocó contra una columna, se lastimó seriamente, y el auto quedó destrozado, en medio de un mar de latitas de cerveza que habían caído del vehículo al chocar. Otros dos muchachos, salieron mejor librados, pero el hijo de aquel señor tenía doble fractura en las piernas, y posiblemente una lesión en la cadera. De ahí la desesperación del padre, y su amargo .reproche al hijo: "a quien no le negaba nada y se portaba así". No somos ni de lejos pedagogos, pero sí padres y se nos ocurre que aquello de "le doy todo lo que quiere" o "no le niego nada", no es una fórmula de relación padre hijo precisamente muy prudente, y quizás  el afligido señor pertenezca a esa clase de hombres débiles de carácter que para evitarse problemas consiente cualquier exigencia del hijo, como si esperar a que el hijo, en respuesta a su generosidad, le pagara con buena conducta. Lamentablemente, las cosas no suceden así. En primer lugar, generalmente el hijo no dice "papá es generoso" sino piensa que "papa es flojo", Y hecho ese descubrimiento, ya le resulta fácil ceder a la tentación de la farra, y a las incitaciones de los cada vez más numerosos jóvenes parásitos que viven y farrean a costa de los que tienen medios. Pensamos en este sentido, que un buen padre no es el que "le da todo " o "no le niega nada" al hijo, sino el que regula la relación, sin soslayar el cariño, sobre la base de la autoridad. Claro que es mucho más fácil decir sí que no, pero siempre  o, casi siempre, es más prudente y juicioso decir no que sí. Mucha gente, padres, cree que la buena voluntad y la buena conducta del hijo se compran No es así, la buena voluntad y la buena conducta se imponen, con amor y con autoridad. Muchos hijos que solían decir que el “viejo es formidable”, porque les daba todo, están ahora en silla de ruedas o en el cementerio. Muchos hijos a quienes sus padres no le aflojaron las riendas, son hoy jóvenes abogados o médicos. Ahí esta la diferencia
Mario Halley Mora - MHM