sábado, 21 de junio de 2014

ANTICUENTOS: DEL FUEGO

La persecución ya dura demasiado. Lo vengo persiguiendo a lo largo de una pesadilla que empezó cuando alguien, no sé quién, bajó corriendo con sus pies descalzos, con su crinada y sucia cabellera al viento, con su vestido de pieles podridas tremolando en torno a su cuerpo flaco, de la cima humeante de la montaña, y trayendo un leño encendido, un trozo de fuego nuevo robado al fuego viejo del volcán. Y entonces miró la inocencia, que fue asesinada por el fuego no por la manzana. Y empezó la pesadilla que dura hasta hoy, porque el fuego proyectó una sombra en la pared pedregosa de la cueva, y la sombra danzaba, y nadie podía acercarse a ella, porque desaparecía, chupada por la piedra reseca. Fue entonces que empecé a entrever el principio de esta persecución sin fin: uno era uno, y era otro. Uno, integro, solido, real, y otro, huidizo, vago, que el fuego esboza siempre a un milímetro más lejos del alcance de nuestras manos. Y tiene nuestro contorno, y es como un mapa en blanco de nuestra geografía personal donde quisiéramos transferir los ríos y los mares, los cielos y los vientos que sólo podrán caber en ese gemelo elástico con que el fuego nos maldice y nos bendice al mismo tiempo. Yo empecé a perseguirlo, porque por la boca de mi inocencia herida brotaba a borbollones la convicción rebelde de que no se puede ser dos, sino uno, que en un instante uno no puede ser Abel corriendo tras Caín pidiendo Venganza y al siguiente, Caín corriendo detrás de Abel, pidiendo Perdón. La herida dolía y urgía, y manaba de los costados por veinte bocas escalonadas y simétricas, como si por la carne hubiera rodado el circulo dentado de una espuela, doliendo siempre, con un dolor que se calmaba cuando la persecución era más fatigosa y desesperada, pero el otro siempre estaba delante, a veces al alcance de la mano, a veces como un puntito perdido en la lejanía, pero siempre el mismo, el que yo debía capturar para ser realmente yo; es decir, un continente soleado con ríos cristalinos y mares tranquilos, de cielo amplio y de vientos mansos, que iría caminando hasta la cima de todas las montañas, después de dejar en el camino la chatarra del otro, que pronto moriría de sed y se volvería ceniza y se esparciría por el paisaje como una nube de polvo, tenue testimonio de algo que no tuvo por qué existir. Una vez, solo una vez, lo alcancé. Se había detenido a esperarme en la sombra suave de una colina, tersa y comba como un seno lleno de leche. Y fuimos uno. Y por primera vez desde aquel día perdido en el milenio de la cueva, mi nombre sonaba a noble, porque ya no era más una atemorizada máquina de perseguir. Pero todo duró poco, porque el tumulto crecía al pie de la colina, donde una multitud se agitaba y arañaba la tierra y el cielo con una furia indecible. Y todos me miraban a mí, y tuve miedo, y el miedo corrió por mis venas y abrió en mi pecho un ancho ventanal hacia la angustia, y por allí escapo el otro, que fue rodando colina abajo, hasta caer en la vorágine de esa hambre de mil bocas ansiosas que se agitaba abajo, como cae una abeja entre hormigas voraces. Y la multitud se lo llevó valle abajo, hasta alcanzar otra colina, donde le clavaron en cruz. Después vinieron a buscarme, y me acusaron de todos los horrores, y los ancianos que guardan la tradición me miraban con severidad y con miedo, y Torquemada se lavaba la boca con agua bendita después de pronunciar mi nombre, y me metían en una celda donde para respirar un poco de aire tenía que apoyar la boca ansiosa en un agujero del piso, sorbiendo con gratitud humillante un resto de oxígeno sumergido en el olor agrio de los sudores de los que odian y temen al mismo tiempo. No sé si merecía aquel sentimiento, pero la magnitud de mi crimen, que a veces me daba pavor a mí mismo, y a veces me hacía entrever en el fondo de mi carne un leve resplandor de orgullo rebelde, me aplastaba, porque yo había desatado el miedo, yo había pecado capturando el secreto del fuego, y por mi culpa la gota de agua empezó a gotear sobre la testa empalada, rompiendo el hueso gota a gota, hasta perforar el cerebro, y por mi culpa se alzó la guillotina, y el garrote atornilló sobre el grito rebelde su cuerda nudosa, y la verdad se despedazó en mil mentiras que se erigieron en mitos por cuya grandeza vacía morían los hombres y se quemaban ciudades. Finalmente, se olvidaron de mí, y me condenaron a ser libre sin ser yo mismo.

Mario Halley Mora - MHM

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