domingo, 27 de septiembre de 2015

YO ANDUVE POR AQUI - DOS

DOS
*     Quizás por esa presencia ubicua de la muerte, y de la santificación de la muerte que tan bien estudia Octavio Paz como fenómeno de la cultura mejicana en su «Laberinto de la Soledad» mi madre se santiguaba despavorida, nativa como era de la sosegada Quiindy, madre de seis varones destinados a hacerse hombres, crecer y tal vez morir a temprana edad en ese universo violento, con moralidad de frontera, donde el acto de matar no hacía asesinos sino arquetipos de arrojo y de hombría, con hombres curtidos prontos a echar mano al revólver o el puñal.

*     La síntesis de su pavor maternal quizás era el pequeño altar de su pieza de costura, donde siempre ardían velas para Jesucristo, la Virgen y todos los santos protectores de cada desgracia que acecha la vida del varón. Recuerdo que entre esa surtida imaginería resaltaba la imagen de su devoción más intensa: Nuestro Señor de la Buena Muerte, o San La Muerte, como se lo conocía en otros parajes rurales, que no evitaba la muerte, sino por lo menos la hacía dulce y pacífica, y era un esqueleto humano sentado y sosteniendo una guadaña. Alguna vez, un seminarista joven de paso por el pueblo, con ínfulas de poseedor de la cultura clásica, le dijo que semejante icono no era cristiano, sino pagano, la Parca de los antiguos y de los infieles. No indujo en mi madre duda alguna, sino indignación ante la descalificación sacrílega del objeto de su devoción y de su esperanza, y si alguna semilla de duda le quedó en el alma, se disipó cuando un viejo cura de Villarrica, que de vez en cuando se atrevía a realizar algún breve y prudente paseo pastoral por Ajos, le afirmó que más importante que el objeto de la fe, era la fe misma, toda vez que fuera sincera y sentida.
*     Tranquilizada en ese aspecto, el desasosiego de criar varones en un universo tan violento no cesaba. Juntó valor y se enfrentó al marido.
*     -Llevemos a nuestros hijos a Asunción, quiero que se eduquen.
*     -Aquí tengo mi negocio, no puedo dejarlo.
*     «Y también a su hermano gemelo, del que jamás se separa» -habría pensado mi madre-. Y que por otra parte, ya tenía su propia familia aposentada allí.
*     El negocio aquel, aparece descrito en las primeras páginas de mi novela Los Hombres de Celina, tal como yo lo recuerdo, aunque los personajes de la narración imaginaria son otros.
*     El conflicto duró poco. Con todos los bártulos en una carreta, mamá Elisa y sus seis retoños iniciaron la dura jornada hasta Villarrica, donde tomarían el tren a Asunción. Papá Miguel, cuyo negocio, almacén, tienda, ferretería, acopio de frutos del país, era realmente grande, según sospecho, recuperó algún soñado celibato, no tardó en traer a una nueva señora en casa e inició otra camada como la que se fuera, tan numerosa que aún hasta hoy día, andando por perdidos parajes, suelo toparme con sonrientes caballeros y amables damas que me preguntan si yo soy yo, les respondo que sí soy yo, y me dicen con fraternal sonrisa «yo soy tu hermano», o tu hermana, según el caso, cosa que acepto tras el breve escrutinio de la nariz pronunciada y los ojos pequeños que son el inconfundible certificado genético de la descendencia de mi padre.

*     Con el viaje a Asunción, terminó para mí una niñez donde el paisaje agreste y bello ofrecían, al menos al niño aún acorazado en inocencia contra las brutalidades adultas, lo más parecido a un Edén infantil, porque el espacio ilimitado es igual a libertad y la libertad es el señorío sobre el barranco y el arroyo, el fruto y el viento, la miel silvestre y el trote holgazán de aquella yegua panzona que fuera mi primera y única cabalgadura: la exploración de los matorrales y de las hilachas de monte que se introducían en la periferia del poblado, y en el monte, el entrever de los vuelos furtivos de los pájaros asustadizos, flechas vivas de colores plurales, aleteos castigando el viento y estremeciendo las ramas, vida y vuelo, vuelo y misterio. Fascinado, acompañaba a mis hermanos mayores a la floresta. Un machetazo hería el tronco del Curupica'y y al día siguiente el árbol ya había derramado su sangre espesa, alquitrán lechoso y blanco que daba el material para el «mangaysy» donde cardenales y calandrias tortolitas y piriritas venían a quedar engrillados tras posarse imprudentemente en el palillo engomado. Ser un niño, tener en las manos un pájaro cautivo, hijo del vuelo, del cielo y de la libertad, produce una sensación de poder y de soberbia que todas las humildades futuras no logran desterrar del alma.

*     Tantas veces me han preguntado y me he preguntado también a mí mismo, sobre cuándo se formó mi sensibilidad que generó después una vocación de escribidor y cronista del entorno humano. La respuesta quizás se dé en mi infancia, y en ella, el contacto con la naturaleza y con la gente, cosa que no cambió cuando la familia se trasladó a Asunción en los años treinta, cuando tuvimos la suerte de instalarnos en una casa quinta de inmenso patio arbolado. Haciendo una comparación burda pero necesaria, no es lo mismo ver el [18] mundo y sus deslumbramientos en la pantalla de un televisor que pisar el suelo, hundir los pies en el barro, cuidarse de las víboras, cazar lagartos, loros y liebres y trepar al árbol a secuestrar pichones; caminar descalzos por el arenal ardiente de verano saltando de hierba en hierba para no quemarse los pies, amasar la tierra roja para fabricar bodoques -proyectiles letales de la «hondita»- o sentarse a mirar la esclavitud circular del caballo moviendo el trapiche cuyos dientes de recia madera ordeñaban de la caña dulce, el mosto invitante que encendía la sed en la garganta. Todas las sensaciones, los conocimientos y las percepciones son en vivo, abrumando los oídos, deslumbrando los ojos y penetrando por la piel. El viento y la polvareda, la impudicia de la flor desnuda y la tentación del fruto, y hasta el miedo a la soledad pesada y amenazante de la siesta, hacían sentir su imperio, su poder. La roja avispa agresiva, el salto de las liebres escurridizas de mata en mata, las noches en que las luciérnagas salían a volar con sus faritos verdes titilantes, extrañas esmeraldas danzantes de las sombras, los amaneceres anunciados por conciertos de trinos, o por el canto de los gallos que descendían del árbol dormidero a esperar el disciplinado descenso de las gallinas de su harén, que parecían entrenadas a respetar un riguroso turno para recibir su primera ración de amor del infatigable macho. El monte siempre estaba cerca y omnipresente. Arboleda umbría, apretada y con ramas entrelazadas en un verde caos, a través de cuya espesura nunca cesaba el viento pulsando cuerdas invisibles y soplando flautas vegetales, produciendo un sonido constante, musical, himno a la magia de la fronda y a la vida, vibrando en los nidos de las leyendas donde se escondían los genios de la siesta y de la noche, amables, pícaros o lascivos, niños de cabellera rubia o nativos faunos de verga poderosa. Toda la inocencia del mundo en el alma, y el mundo abierto a la exploración curiosa, sin secretos, plantaron las semillas que germinarían en un niño para crecer y convertirse en la naturaleza, el carácter y la misión del hombre.

Mario Halley Mora - MHM
del libro : Yo anduve por aqui

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