sábado, 26 de septiembre de 2015

YO ANDUVE POR AQUÍ. - UNO



UNO

*     Fui el sexto hijo varón de don Miguel Halley -sirio- y de doña Elisa Mora, siendo el primero Antonio y el segundo Pedro, que combatieron en la Guerra del Chaco. Después Gerardo, Agustín, Eulalio y yo. Hubo otro varón, Roque, que murió de niño, de modo que me salvé de ser el séptimo varón, proclive, según la leyenda, a convertirse en Lobisón, o Luisón, como se dice en el Paraguay. En el momento de escribir este libro quedamos en pie Gerardo y quien lo escribe. No faltó en la familia el toque de la tragedia. Mi padre, Miguel y su hermano gemelo, Manuel, fueron acribillados a tiros en 1937 en Ajos, hoy Coronel Oviedo, pueblo de mi nacimiento. Contaba mi madre que nunca aquellos gemelos se separaron. Viajaron juntos al Paraguay, trabajaron juntos, vivieron juntos y murieron el mismo día. Juntos, desde el seno materno hasta una tumba doble, extraña caricatura de un útero de la Eternidad. Igual destino le tocó a mi hermano Antonio, asesinado a tiros por la espalda por su cuñado, Carlos Vargas, en vísperas de la Navidad de 1959.
*     De Ajos tengo vagos recuerdos, aunque por lo contado por mi madre y mis hermanos mayores era poco más que una aldea de frontera, porque más allá sólo se extendía el inmenso bosque del Caaguazú hasta el río Paraná. Tierra de malevos, refugio de fugitivos que tenían la selva donde escabullirse en el patio de los ranchos, la mala fama de Ajos era legendaria. No había Comisario que durara tres meses en el cargo, y no porque se jubilaba sino porque se lo enterraba con las pompas del caso, o con ninguna, víctima de algún entrevero en el que tuvo el desatino de querer imponer su autoridad. Era el pueblo de Ajos de entonces, muy distinto a la culta Villarrica o a la señorial Caazapá, de mucho más contenido tradicional en la composición de la sociedad y de la familia, el cultivo de las artes y la asimilación de una inmigración de pioneros europeos que fundaron familias ilustres. La escuela de Ajos sólo tenía hasta el tercer grado, y aunque no faltara maestra para el cuarto, faltaban alumnos, ya que al despuntar la adolescencia, siempre temprana en el campo, tiempo de concurrir modosamente al cuarto grado, el púber ya se sentía muy hombre como para dedicarse a minucias escueleras, exigía a la familia el correspondiente caballo que certificaba una naciente virilidad de jinete, y no faltaban padres que les ponía como rúbrica un revolver al cinto como resumen y símbolo de iniciación varonil. El siguiente paso era «perjudicar» a alguna desprevenida doncella, en un episodio de estío desolado y cántaro roto, y con el mayor escándalo posible, porque la costumbre mandaba que la cosa tenía que saberse, para la consabida alabanza masculina al macho que despuntaba y la también consabida condena femenina -madre incluida- a la perversa de calzones flojos que había «tentado» al doncel.
*     Mis recuerdos de aquella niñez en Ajos son esfumados como un espejismo, como sólo pueden serlo los de un niño de cinco o seis años. No obstante, todavía mi memoria se activa cuando mis narices perciben el fuerte olor de los fardos de alfalfa o de tabaco, el del sudor de los caballos mezclado con el aroma del cuero, la boñiga de los bueyes y la exhalación de madera vieja de las carretas. Todavía viene a mi memoria las noches cerradas, erizada de grillos y la asombrosa bóveda del cielo nocturno, donde estrellas y constelaciones brillaban triunfales, sin la palidez de la polución lumínica de hoy que nos deja sólo el esbozo de un cielo que fue. Noche, estrellas, inmensidad y brisa convocaban la idea de la humildad del hombre ante la vastedad del universo, y su pequeñez ante la Creación que se instalaba en el entorno como en una escenografía majestuosa, abrumadora. Apagadas las luces, solía salir al patio o asomarme en alguna galería para contemplar la noche, y de entonces vuelve el recuerdo recurrente y nunca borrado. El de un candil movedizo -vela de sebo dentro de un caja de vidrio-. El farol mbopí, que se desplazaba oscilante en la negrura de la noche, sostenido por algún jefe de familia a su vez seguido por la mujer y los hijos. Sombras que venían de la oscuridad y caminaban por la oscuridad hacia la oscuridad, transitando un camino jalonado de tristes cruces que eran los hitos que la muerte había plantado para indicar el lugar de una desgracia, una emboscada, un entrevero sangriento, un «guazú apí» (tiro al venado) aleve y cobarde, y allí se ponía la cruz, en vano intento de convocar poderes milagreros. Siluetas fantasmales apenas delineadas tras el mínimo resplandor andante, a las que la noche sorprendía en el camino e iban hacia su destino hendiendo la espesa negrura. A lo largo de mi ya larga vida, siempre recuerdo aquella noche del candil errante alumbrando una caminata de almas en pena, y hasta hoy me pregunto el significado último de esta impresión que no se borra de la memoria, como si mi propia niñez quisiera enviarme un mensaje, una enseñanza o una experiencia sobre el significado de la vida, que al final de cuentas no es otra cosa que ir abriéndose paso a tientas y con una breve ascua de luz hacia lo desconocido.
*     Mi mente infante -curiosamente- asociaba la noche al candil guiando a las sombras errantes. A esas sombras al camino -apenas un sendero para caminantes que innumerables pies descalzos fueron trazando en el suelo verde- y al camino con las cruces que la tragedia plantaba como postas para que la memoria de la gente guardara las andaduras de la desgracia. Aún recuerdo el «curuzú Adelina», a la vera de un espeso bosque, donde Adelina pagó con la vida una traición de amor. El «curuzú angelito», donde un chico de tres años, en andas de un padre borracho cayó del caballo y se mató. Y el «curuzú Teodoro», en memoria de un tropero de ese nombre cayó fulminado por un tiro venido de la espesura, sin que nunca se supiera por qué ni por quién. Ornados siempre con su renovado «paño», aquellas cruces irradiaban milagros -al menos la gente creía eso- y siempre recibían el homenaje peregrino de una oración y de una vela de sebo que cuando el viento no apagaba terminaba derretida en una mancha blancuzca dispersa en el suelo.

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