miércoles, 4 de septiembre de 2013

Comentario í: Nada más triste que un animal embalsamado

Quiso impresionarnos, pobrecito, y se equivoco. Nos referimos a un amigo, casi diríamos vecino, que se entusiasmó con nuestros comentarios sobre el obscuro, pero dulce origen del amor a las cosas viejas, y quiso demostrarnos que él también era un alma sensible (y lo era, a su manera) capaz de arrebatar al tiempo objetos, rescatarlos del olvido y tenerlos siempre a la vista, para seguir generando cariño y recuerdos. Con el propósito de demostrárnoslo, nos invitó a su casa para exhibimos su tesoro personal. Fuimos con la creencia de que iba a mostrarnos, alguna vieja Victrola a cuerda y una colección de discos de foxtrots o de tangos de los nostálgicos tiempos de ayer, o el uniforme de rala de su padre, que fue coronel, perfectamente conservado y con los bronces pulidos, o quizás la carpeta conteniendo las cartas de amor de sus padres cuando eran novios, o algo parecido. Pero nos llevamos un desencanto, porque lo que él nos exhibió con orgullo fue un perro embalsamado. Titán, que fue su compañero durante quince años, Y  que cuando murió entregó al taxidermista para que lo rellenara de paja, le pusiera ojos de vidrio, y lo sentara para toda la eternidad sobre este mundo que ya no vé, ni siente ni huele, ni será capaz de arrancarle por siempre jamás un ladrido. Nos cayó mal. Tenemos la obscura convicción de que embalsamar un animal querido, como un perro (y dicen que lo hacen hasta con los caballos) es un insulto al animal, y una retorcida, macabra, corrupción del amor. Porque no existe nada mas triste que un animal embalsamado. Por mas imaginación que uno ponga en la contemplación, no se vé al perro, sino se ve a la muerte, porque justamente lo que hace "querible" al animal, es la exultante sensación de vida, de alegría y de movimiento que desparrama, y que los sentimos cuando llegamos a casa y nos recibe con un festival de rabos; cuando desde nuestra cama oímos que persigue a los gatos que merodean por la cocina, cuando para nuestra preocupación desaparece dos o tres días, al cabo de los cuales regresa sucio, herido, maltratado, pero en el fondo feliz de haber participado tras una perra en su obligación de propagar la especie. Nada de eso tiene el pobre animal embalsamado, triste cadáver obligado a posar de vivo, con polillas que le salen de las orejas y con un indefinible, enfermizo olor a muerte. No, nuestro amigo se equivoco.
Mario Halley Mora - MHM

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