martes, 25 de junio de 2013

CUENTO: EL LUISON

En aquel suburbio asunceno de hace mucho tiempo, vivía el vecindario humilde sobre la calle arenosa, con sus “lotes” divididos por setos vivos de feroces e infranqueables amapolas. En la esquina, había un almacén, dando frente a la Peluquería “La Elegancia” - Desinfección Formol”, con sus dos sillones instalados en un cuartito minúsculo, que en días de calor, se trasladaban afuera, a la sombra de un apretado y siempre verde mango, cuyo tronco ofrecía apoyo al parduzco espejo.
Todo el vecindario se conocía y charlaba de las cosas de siempre. Existía entre todos una amistad simple, rutinaria, no tan a flor de piel para ocultar murmuraciones subterráneas, como la costumbre de ña Carlota de comerse las gallinas ajenas que se metían en su patio, o los amores de Jacinta, esposa de embarcadizo, con el “turquito caré” que le surtía de todo a crédito, y nunca cobraba, por lo menos en efectivo.
Pero de esta Sociedad simple, estaba radiado Don Félix, el zapatero remendón. Vivía solo en un rancho enorme y destartalado. Cocinaba su propia comida y mientras la olla humeaba eternamente sobre el brasero, él parecía pegado a su banquito, a su trincheta y a su lezna.
Pálido, casi espectral, tenía una fama temerosa. Se murmuraba que era “Luisón”, y nadie, aún el más voluntarioso podía ocultar cierta aversión cuando tenía delante suyo al zapatero. Este, con su mirada triste, de extraños y desteñidos ojos azules, callaba, remendaba zapatos y vigilaba su olla vaporosa sobre el fuego de carbón.
Nadie sabía nada de su vida. Todo lo que se conocía de él era su soledad y su triste fama. Era, sí, el tolerado culpable de muchos terrores nocturnos, de aquellos que recorren el espinazo con el frío reptar del miedo, cuando un aullido rasga la noche y los oídos, y puebla la imaginación de horrendos banquetes fúnebres.
Lo dicho. Don Félix era temido, y tolerado. Hasta que llegaron aquellos días fríos de agosto. Lo que era el rutinario miedo de todas las noches, creció en forma alarmante. “Algo” innombrable, aponchado en sombras, salía cada noche de la casa de Don Félix y se alejaba por la calle arenosa. A su paso, las decenas de perros del vecindario, armaban una tremenda, aullante baraúnda infernal.
En cada animal empavorecido, podía adivinarse las distintas tonalidades del miedo, del pavor, del misterio, de la voluntad sometida a un par de ojos feroces, brillantes como brasas.
Aquello duró casi quince días. El vecindario trajo a un cura, solicitándole que exorcizara al zapatero. El cura se negó - Por miedo, dijeron los vecinos - y entonces, empezó la represalia, tímida, cobarde, pero atormentadora. Desde todos los ángulos de los patios desiertos, por la mañana temprano, por la siesta, y al anochecer, llovían piedras sobre la casa del zapatero. Este, inmutable y callado, vigilaba su comida pero no trabajaba, pues nadie se acercaba ya a solicitar sus servicios de remendón. Hasta que cierto día, un proyectil fue más certero y le ocasionó un mala herida en la cabeza.
La noticia cundió. Don Félix, el Luisón, se había herido, pero de la herida no manaba sangre. Don Félix era seco como un cadáver.
Hay en el corazón de toda mujer, una extraña mezcla de curiosidad y vocación maternal. Y así se sintió Narcisa, cuando supo lo de la herida del zapatero. Joven y linda, asediada por los muchachos del barrio, hizo a un lado los apasionados torrentes de amor que abrumaban su juventud, y dejó que su corazón sintiera lástima. Conocía a Don Félix. Le dolía oscuramente su soledad, y participaba de la vaciedad de cielo brumoso que había en la mirada del zapatero. Se sintió llamada, y fue. Llevó la botellita de tintura de yodo, y comprobó que de aquella cabeza lastimada, sí manaba sangre, roja, común y dolorida. Curó y vendó la herida, encendió el fuego apagado y dio alimento al herido.
Y se hizo el milagro. Desde aquella noche, no hubo más terrores ni aullidos. Narcisa había hecho el milagro. La maldición se había disipado por la fuerza del amor y la ternura.
Pero esta es una historia real, no un cuento. Si hubiera sido tal, Narcisa se habría casado con Don Félix. Pero no, se casó con otro, y nadie sabe si fue feliz o no. Tampoco Don Félix fue del todo dichoso, pero fue menos huraño, se hizo de amigos, emergió un poco más de su abismo, de soledad, y hasta aprendió a sonreír, pero claro, con cierta tristeza...

Mario Halley Mora – MHM
(del libro Cuentos, Microcuentos y Anticuentos)

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