sábado, 15 de junio de 2013

CUENTO: LA LIBRETA DEL ALMACÉN

Cuando me mudé a aquella casa que por mucho tiempo estuvo en venta, y para la cual no apareció comprador (yo), sino cuando llenaron una zanja carcomida por la erosión que amenazaba tragarse el patio, descubrí que en el inevitable trascuarto, los últimos habitantes habían dejado los también inevitables trastos inservibles. Una silla rota, un retrato con los marcos comidos y los vidrios rotos de un personaje bigotudo y de mirada triste; un montón de libros deshojados e incompletos etcétera.
Revisaba aquellos libros con la esperanza de hallar alguno valioso, o por lo menos útil, cuando encontré el cuaderno, vulgar, de "una raya” y de 20 hojas. Y bastante manoseado. Con primitiva letra de almacenero, tenía escrito en la tapa: Libreta de Almacén.
Después de hojear rápidamente el cuaderno, pensando que aún tendría hojas útiles -soy bastante avaro, lo confieso - y cuando iba a tirarlo, porque no las encontré, se me ocurrió una idea, vaga e imprecisa al principio. ¿No estaba escrita acaso en esa monótona lista de compras a créditos vulgares, la historia de una familia? Al fin de cuentas, uno está hecho de lo que come.
Volví a estudiar el cuaderno, 0 la "libreta", en la primera página, que llevaba fecha del 20 de setiembre de 1945, en cuyo día se iniciaron las relaciones comerciales entre los antiguos habitantes de la casa y el almacenero. Prueba de ello es que, antes del azúcar, el arroz y el aceite, la columna correspondiente al 20 de setiembre empezaba con esta anotación: "Un cuaderno de 20 oja de una raya -50 céntimos”; es decir, que las compras a crédito empezaban con la adquisición del cuaderno mismo. Las anotaciones del 20 al 30 de setiembre eran una monótona sucesión de lo mismo, las rutinarias compras de un ama de casa bastante ahorrativa (compraba por cuartos de kilo), por lo que se me ocurrió que había sido demasiado fantasioso al querer adivinar a través de esa libreta cómo eran y qué hacían los desconocidos habitantes de la casa. Sin embargo, volví a repasar la lista de esos diez días, y me fijé en un detalle: el 21 de setiembre, estaba anotada una compra: “crema de lustrar negra: 30 céntimos”, y otro: cada día, religiosamente, se anotaba: "Un Alfonso XIII: 10”.
Empezaba a tomar forma la imagen de EL. Era cuidadoso de su aspecto personal, pero ahorrativo, pues prefería lustrarse él mismo los zapatos antes que pagar a un lustrabotas. Además, no era viejo; como lo demostraba el hecho de fumar un paquete por día de Alfonso XIII, de poderoso tabaco negro. Posiblemente era un empleado, pues si hubiera sido obrero, no necesitaría lustrarse los zapatos, o simplemente no los tendría; y ese fumar mucho hablaba de un trabajo monótono, de oficina. ¿Y ELLA? Me desconsolé pensando que la libreta no traía una sola anotación que diera la clave de su presencia. Posiblemente pensé ni siquiera existiese, que EL fuera un solterón. Sin embargo, el 4 de octubre de 1945, aparecía una compra reveladora: "Hilo Nro 16 y 3 pliegue de papel de color: 50”.
Un barrilete, claro. Entonces, allí había un niño. Y si había un niño y un hombre que fumaba un paquete por día y se lustraba los zapatos, también debería aparecer una mujer: esposa, madre. Pero nada aparecía que se refiriera a ella. ¿No existía... o se resignaba a no existir? Suele suceder: la mujer que se casa, que se anula, que no pide nada para sí, que vive para el marido y para el hijo, sumida, doméstica, ama de casa de cucharón y plumero. Di por sentada la presencia de esta mujercita que hacía del amor un camino de sacrificio y renuncia, y tuve a la familia reconstruida. Pero no tanto, debería conocer primero la edad del hijo para deducir la de los padres. El 14 de octubre, encontré una anotación: “Un cuaderno de doble raya: 50". Para las tareas escolares del hijo, desde luego, y de “doble raya"; es decir, de un tipo que sólo se usa en el primero o segundo grado. Entonces, el chico estaría entre 6 y 7 años. Partiendo de allí, hice una imagen mental de la familia: El, no más de treinta, flaco (compraban por cuartos de kilo), serio y formal (nunca se anotó ni siquiera una botella de cerveza) y amante de su hijo (le hacía barriletes. . . ). ELLA, menudita, desdibujada, humilde, joven de cuerpo, vieja de corazón. EL NIÑO, de seis o siete años. En fin, un trío común y corriente.
Pensé que ya debería darme por satisfecho. Que ya nada me diría de aquellas vidas antiguas la sucia libreta de almacén. Hasta que el 12 de noviembre encontré dos anotaciones que salían de la rutina:”2 cafiaspirina -medio litro de alcohol rectificado: 180”. Uno de los tres había enfermado. Pero ¿quién? La respuesta estaba en las anotaciones del día siguientes 13 de noviembre: “Un trompo, metro y medio de liña de pescar: 25". El enfermo era el chico. Lo estaba sobornando para tomarse el jarabe. No podía ser de otra manera, pues si uno de los padres estuviera en cama, no sería el momento de comprarle un chiche al nene. ¿Se habría repuesto? Examiné las compras de los días siguientes, 14, 15, 16, 17 de noviembre, y eran las de rutina. Pero el 18, a éste se sumaba un artículo que nunca apareció: "Un jabón Palmolive: 1.50”. Volví atrás, y comprobé que todas las compras anteriores de jabón se referían al vulgar jabón de coco, de 20 céntimos. ¿Por qué de repente un jabón de lujo? Quedé desconcertado y examiné la hoja del 18 de noviembre, más cafiaspirina. El chico seguía enfermo. Entonces, surgió la respuesta: visitas. Visitas que iban al baño a lavarse las manos. Visitas a quienes se tenía vergüenza de mostrar miseria: un médico, tal vez un médico amigo y generoso, a quien por lo menos se le debía el homenaje de un jabón perfumado para las manos. Entre el 18 y el 30 de noviembre, a primera vista, la libreta no ofrecía nada sobre el curso de la enfermedad del chico. Sin embargo, un detalle surgió, sutil y peligroso. El padre ya no compraba un paquete diario de Alfonso XIII, sino cada dos días. Además, sumando las compras, se notaba que se habían reducido. Se estaban limitando a lo esencial. Ahorraban. Lo del chico debió ser grave. Y más adelante, esto pareció confirmarse. Estaba anotado el 6 de diciembre, con la letra primitiva, pero tan plena de vitalidad de aquel obscuro almacenero que, por lo visto, tenía corazón: "Efectivo: 50.00 guaraní'”. Habían tenido que recurrir a un préstamo.
Del 7 al 15 de diciembre, no aparecía absolutamente nada, ni siquiera la sacrosanta compra de cigarrillos, ni lo más elemental para comer. ¿Habrían llevado al chico al Hospital?.
Con ansiedad, miré la página siguiente, que era la última que fuera utilizada. Llevaba fecha del 22 de diciembre, y la letra del almacenero aparecía un poco más temblorosa:
“2 paquete vela esperma, larga. Medio metro cinta negra. Efectivo: 50.00 (obsequio de la casa)”
Mario Halley Mora – MHM
(del libro Cuentos, Microcuentos y Anticuentos)




47 comentarios:

  1. plasmaste justo lo que yo hubiera querido hacer,(si fuera escritora....)tengo 2 libretas de almacen 1937/1940 y siempre trate de imaginar como seria la vida de estas personas.....gracias,muy bueno tu cuento

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  2. Me pueden mandar unos recursos literarios

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  3. Triste y emocionante en su sencillez!

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  4. The story was very good

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  5. No logré entender el final, que pasó con el niño?

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    1. Sencillo, murió el niño, por eso las velas y la tela puesto que en esa época los familiares y vecinos fabricaban los ataúdes para los difuntos

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  6. Quien podria decirme si el tema es real o imaginacion del autor?

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    1. Eso es lo más interesante. Fácilmente puede ser una historia real. Pero al mismo tiempo producto de la imaginación del autor que es un genio de la literatura

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  7. Interesante relato, muy bien llevado.

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  8. Una parte de Paraguay morirá, si mueren esos almacenes...

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  9. Muy bueno me gusta mucho ❤️❤️

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  10. Me pueden decir decir de que se entera el comprador atraves de la libreta de almacén porfaa

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  11. Metáfora del texto porfa

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  12. No murió el niño ,generalmente a los niños no se le pone listón negro ,murió el señor ,era un padre soltero

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