jueves, 29 de mayo de 2014

ANTICUENTOS: DEL MIEDO

ANTICUENTOS: DEL MIEDO
Me avisaron - no recuerde cómo - que Valerio me buscaba para matarme. No recuerdo quien me susurro aquello. Lo entreví apenas, como una sombra, diciendo cosas en mis oídos, con una voz reptante y pegajosa, como de caracol. Cuando me volví, ya no estaba - ¿Estuvo realmente? - Una duda saludable me ensancho el pecho y por mi garganta se coló un intento de risa. Tal vez fuera todo imaginación, y  Valerio no quisiera realmente matarme. Sin embargo -  es innegable  - entreví la sombra amorfa y sentí cómo aquella voz, soplada por el miedo, retorcida y desagradable, me introducía por los oídos  este reptar tembloroso de gusano herido,  que me llena la boca de acidez  - Será el gusto del pánico - pienso y desde entonces vivo así, esperando que Valerio aparezca, echando lumbre por los ojos y mordiéndose la lengua para no soltar la palabra del perdón. Aparecerá, desde luego. No hay escondite posible porque Valerio está en todas partes, es infernal, muere dentro de una burbuja dorada cuando enciende una linterna y vuelve a nacer como un borrón vivo de tinta china al apagarla. Valerio está en todas partes, y en cada minuto es parido, incluso por las cosas que parecen refugios. Es inútil buscar protección. Valerio rompe el cascaron cada noche y sale y se levanta y exhibe uñas y sacude su cabellera mojada de sombras que se desparraman como gotas de alquitrán. Y entonces hay que huir, porque la noche es el nido abismal donde miles de Valerios patean la envoltura interior de los grandes huevos de miedo, resquebrajándose la cascara que hace un ruido – lo oigo nítidamente – como botas policiales marchando sobre grava suelta, que se acercan rítmicamente, con crujidos de  masticación inexorable, y que quiere atraparme, sin darme tiempo a explicar, a gritar a Valerio que reflexione, y que se duela conmigo. Yo estuve allí, es cierto. Ni siquiera intente huir, porque el pavor empapo las suelas de mis zapatos y me dejo clavado al piso. Miles de ojos me miraban con reproche, y yo sentía la garganta quemada por el llanto comprimido, pues en todo había una injusticia tremenda son su carga de verguenza y miedo que me pesaba sobre la cabeza, y me obligaba a inclinarla sobre el pecho. Odie a la gente que me miraba con reproche, sin compasión. La odie porque ninguna de esas personas había aprendido que se debe mirarla culpa del prójimo a través de su miedo, para que la  culpa se filtre, se limpie, y asome al otro lado un poco mas humanizada y más comprensible y mas disculpable, porque al final de cuentas uno no mata por gusto, y hay miles de razones incomprensibles para que la muerte nos ponga en la mano su cuchilla, pues sucedió que las zapatas del freno se mojaron al cruzar el charco aquel, y que la pizarra húmeda no muerde el acero pulido, y el coche sigue avanzando aunque toda la pierna, todo el cuerpo, toda el alma incendiada de espanto empujen con angustia el pedal inútil. Pero Valerio no me comprenderá jamás. El mundo está saturado de su odio. Lo respiro y reconozco porque tiene el mismo olor de aquel vestidito celeste y rojo - de sangre - apretado entre la rueda y el asfalto mojado, donde vi reflejada por primera vez la cara de Valerio, como en un espejo negro que devuelve las imágenes exactas de la desesperación, del rencor, y del odio que me condena irremisiblemente a morir no sé cuándo, ni cómo. Hecho cierto como la luz del sol, que da la razón a la voz de caracol y me induce a imaginar a Valerio, luciendo en los ojos la tranquilidad mortal del cazador, mientras retuerce los hilos dorados de una cabellera rubia - de niña - convirtiéndola en cuerda que me cortara el aliento. La presa soy yo, y mi vida es cerrar ventanas y puertas y asfixiarme por falta de aire y por exceso de espera. Precaución inútil, porque Valerio ya está adentro, y siento su respiración que silba y se acerca ron lenta y letal eficacia de serpiente, que va trepando pecho arriba, buscando hacerse nudo en mi garganta, hasta que el viejo instinto de vivir libera sus resortes aplastados por la resignación y la espera, y de un salto, enciendo la luz, pero inútilmente, porque Valerio se me ha metido adentro, en el cerebro, preñándolo con el feto tentacular de la angustia, que se aposenta en el punto más alto de mi conciencia y grita su mandato de morir, con tanta persistencia, con tan infernal acoso que mi brazo - o el de Valerio, ya no lo sé -  busca la mesita de luz, sus manos o las mías tal vez - abren el cajón, empuñan la reluciente pistola y apoyan su caño azul sobre mi corazón, sobre el que - ¿anticipo feliz de lo que esta próximo a llegar? - siento el agradable frío del metal . . . .
Mario Halley Mora - MHM


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