sábado, 6 de julio de 2013

Comentario i: La fuente perdida de las lágrimas.



El lector me va a perdonar que le induzca tristeza, pero como nuestros temas se refieren a la vida, no podemos eludir a veces hablar de la muerte, que es quizás el momento final, el comienzo de la nada por la eternidad, o el comienzo de otra vida, enigma que nunca lograremos descifrar. Lo que ocurrió es que el domingo pasado fuí a visitar la tumba de mi madre. Ocupado estaba en tristes meditaciones y recuerdos, cuando vi avanzar por la avenida, un cortejo fúnebre. Deduje que la finada era una dama muy anciana, porque quien seguía el ataúd era también un caballero muy anciano, flaquito, sostenido por dos robustos señores que seguramente eran sus hijos, y enfundado en un traje obscuro que le quedaba inmensamente grande, como si antaño fuera un hombre vigoroso y los años y la enfermedad lo fueron achicando. Ni que decir, lo grande que le quedaba el cuello de la camisa del que colgaba una corbata negra anudada de cualquier manera, y de donde surgía un cuello flaco, nudoso, para sostener una cabeza que iba camino a ser nada más que un cráneo. Patético. Triste. Si la curiosidad es una culpa, acepto la mía, porque seguí aquel cortejo, y ví cómo, con esa prisa de acabar lo más pronto posible que tienen los deudos cuando entierran a una anciana quizás por mucho tiempo enferma, depositaban el ataúd en un lujoso panteón, y empezaron a marcharse. Me fijé en el esposo. El rostro sereno, la mirada perdida, sin expresión. Solo una solitaria lágrima había quedado presa en una arruga de su cara. Sus dos robustos hijos, uno a cada lado siempre, le hicieron girar para marcharse, pero se resistió, débilmente, pero se resistió. Por alguna razón quería que darse más. Quería hacer durar unos minutos más quizás setenta años de vivir, soñar, sufrir y ser felices juntos, o pensaba que un adiós tan corto insultaba una vida en común tan larga y fecunda. Pero era débil, y cedió a la fuerza de sus hijos y se dejó llevar, pero mientras caminaba por la fúnebre avenida, se detenía una y otra vez, miraba atrás, quería volver, como si en el fondo de su alma oyera una llamada, un "no me dejes sola" que laceraba su corazón, pero cedía a la fuerza de sus hijos, y volvía a marcharse. Confieso que me sentí deprimido y rebelde. Pensé que si fuera mi padre, no lo llevaría a rastras, lo dejaría solo todo el tiempo que quisiera, todo el tiempo que necesitara para encontrar la fuente perdida de las lagrimas, o que susurrara alguna oración digna del largo tiempo vivido, sufrido y gozado, con la compañera que se iba.
Mario Halley Mora - MHM

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