martes, 27 de septiembre de 2016

LA PALABRA Y LOS DIAS: IMAGENES DE UN TIEMPO EN FUGA

Extramuros de la ciudad. Sobre la abrupta topografía de una vieja calle empedrada con toscos pedazos de basalto, pasa bajo el sol del verano y en el alma de la siesta asuncena, un antiguo carro de llantas de hierro. El ruido que produce sobre el áspero pavimento es acompañado por el isócrono repique de las herraduras de un cansino caballo. Es sin duda una estampa cada vez menos frecuente y como un rezago del tiempo no ido del todo, pero en retirada cada vez más veloz.
Y también allá por la periferia del suburbio, en la cintura humilde de la ciudad expandida, discurre por las sendas arenosas, de esa arena roja y fina de las antiguas calles asuncenas, un minúsculo vehículo de dos ruedas y también de tracción animal. Sobre el eje va montado un redondo depósito que fue tambor de gasolina y en cuyo interior ahora hay agua. Es un rezago de aquellos "aguateros" (aguador, como quería la maestrita de cuarto grado). Es una imagen con sabor a antaño cuya fugitiva presencia se refugia en su constante retirada hacia las zonas en cuyas superficies subterráneas aun no ha extendido sus intrincadas madejas la red de tubos del servicio de agua, con su linfa depurada.
De todas estas estampas del tiempo añejo que aún persisten, sin embargos, para sugerirnos nostalgias y añoranzas, es, sin duda, la de la burrerita  las más nítida y sugestiva.
La aparición de los desvencijados pero serviciales mixtos motorizo a la legión de laboriosas de las mujeres trabajadoras, con su invasión diaria a la ciudad y aquellas "burujhacas" o árganas, como se dice en la dulce y nostálgica poesía de Ortiz Mayans
El mixto desvencijado pero puntual hoy recorre la campiña muy temprano y recoge a la mujer trabajadora sostén de su hogar, para traerla a los extendidos y caóticos mercados ciudadanos en donde se borra cada vez mas esa imagen melancólica de la burrerita paraguaya. Sin duda, cada día menos frecuente, pero vivida aun como figura tal vez patética, un tanto transida y un poco triste pero llena de la evocación de nuestro espíritu, de un tiempo mágico asociado a la maravilla de la infancia, cuando cada puerta tenia temprano su burrera diligente con los frutos sabrosos de la huerta asuncena, entonces circundante y próxima. O la mujer del canasto en equilibrio portentoso sobre la cabeza. Quizás de esta gimnasia secular de las campesinas de nuestra tierra devenga esa esbeltez airosa transferida al tipo de mujer paraguaya en una atávica traslación de causas.
Una regla de oro infatigablemente practicada en países foraneos para lograr siluetas femeninas capaces de caminar con garbo, incluye un ejercicio en que ellas se ponen un libro sobre la cabeza y andan tratando de no dejarlo caer. Quizás un remedo sofisticado de una antigua dedicación autóctona. Pero esa imagen de mujer, morena y de ojos melancólicos y profundos cuya gran canasta circular, aureola rustica de sacrificio, delinea su personalidad hecha de tipismo, es aun mucho más evocadora y hermosa cuando, como ocurre a menudo, lleva en sus brazos a un pequeñín prendido al seno nutricio púdicamente cubierto. Un pequeñín con el color de las figuritas de barro cocido de los pesebres.
Y otra imagen, la del tranvía defendiéndose con gallarda entereza en sus últimos reductos, ante el avance arrollador de los rodados con motor de explosión cuyas emanaciones siguen empañando de nubes toxicas el aire todavía puro de nuestra ciudad, a expensas y en escarnio de los reglamentos. El tranvía cuyos industriosos trabajadores lo calafatean, repintan y ajustan para realizar diariamente el mandato de la conquista del pan. Ese vehículo vetusto y ruidoso pero inodoro y seguro preferido hoy por tantos viajeros. Lo que es un caso único, pues las ciudades del mundo vieron morir al tranvía de inanición y abandono.
Y así, imágenes queridas de un tiempo en fuga. Ilustraciones ciudadanas algunas prendidas aun tercamente, y también felizmente, al cambiante panorama de una urbe que abulta su cintura, y hasta va adoptando el ceño adusto de las ciudades laboriosas.

Gerardo Halley Mora

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