jueves, 29 de septiembre de 2016

LA PALABRA Y LOS DIAS: SALONES DE REMATE

Una de las profesiones con mas personalidad, sin duda, es la del rematador. El origen de esta actividad se pierde en la "noche de los tiempos", como se dice cuando uno quiere salir del paso. Pero es indudable el fuerte matiz impreso también en nuestro medio por el gremio de quienes usan al dictar su veredicto el clásico martillo. Ir a un salón de remate es siempre una experiencia interesante. Da un poco la impresión de un mercado persa con la infinita variedad de objetos allí acumulados. El antiguo mueble, quizás de las antañonas y cada vez mas demolidas casas grandes. El piano vetusto que fue en la sala de la mansión antigua como una joya, y ante el cual la niña de la casa se sentaba para extraer las notas de una romanza o de un vals, cuyas melodías se derramaban por las abiertas ventanas hacia las calles silenciosas de la armoniosa aldea asuncena de años atrás. Los anchos divanes, las viejas alfombras desteñidas sobre las cuales discurrió alguna vez el ir y venir de las pisadas señoriales. Los cuadros de borrosas firmas, los retratos familiares de marcos dorados, los espejos en cuya luna se habrán reflejado tantas escenas de la vida de personas que ya no existen o quizás sigan existiendo. En fin, los salones de remate nos parecen siempre un universo perdido y dislocado y asumen cierta atmósfera de evocaciones de gente cuya vida fue feliz en su momento.
Los salones en donde se exponen los artículos destinados a la subasta se nos antojan también playas en cuyas arenas vienen a descansar los restos de un naufragio.
Días pasados vimos en una sala de esas, en medio de la mescolanza de objetos de lo mas diversos, un busto de bronce. Una inscripción decía un nombre. El de una persona cuya trascendencia en el país fue notoria. Nos preguntamos: ¿quién comprara ese busto, a no ser algún descendiente respetuoso y provisto de dinero? Desde luego, quien lo adquiriese podría ser también alguna persona cuyo trabajo es la fundición o la metalúrgica, para aprovechar el material. Aquello de la transitoriedad de las glorias del mundo era patentemente demostrado por ese bronce con la efigie de alguien cuyo paso quedo marcado aunque mas no fuese en la pequeña historia de los teje manejes políticos. Hasta nos pareció notar en los rasgos del rostro metálico, debajo del varonil bigote retorcido, una sonrisa suave y triste.
Conocemos rematadores amenos, simpáticos, de palabra galana y afortunada, capaces de convencer al mas duro comprador para adquirir cualquier cosa. Nos agradaría oír la elocuente palabra de convicción de uno de ellos para vender el busto de ese personaje de tiempos idos.

Gerardo Halley Mora

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