jueves, 2 de mayo de 2013

Personaje: DON EVARISTO


A Don Evaristo, ya cerca de los setenta, le dio el médico la mala noticia de que debía operarse. Se negó rotundamente. Me une a él una larga amistad nacida en mi codicia de acopiar libros y no porque don Evaristo fuera un gran lector sino porque tiene una enorme biblioteca, lo que suele ser un contraste común de gente con mucha plata, poco seso y grandes ambiciones de pasar por “Leído“. Que no es el caso de don Evaristo, que es Contador Público, que llevo las finanzas de un estanciero que disponía de una mansión, en la mansión la enorme biblioteca y moriría sin dejar herederos. Don Evaristo, empleado fiel, no oculta que esperaba que el patrón le dejara la mansión, pero no lo hizo así. La mansión, antes de morir, el ganadero la dono a un convento de monjas para que dijeran misa por la salvación de su alma hasta la consumación de los siglos, y a Don Evaristo le quedo la biblioteca, que cuida celosamente,  y solo yo y dos amigos más tenemos acceso a ella.-
Pero la historia es la de la operación, o mejor la no-operación de don Evaristo. Conocedor de sus males,  le pregunte cuando se operaba y su respuesta tajante fue "Jamás" y paso a explicarme la razón de su sinrazón. "Recordaras que hace como 9 años me opere de la próstata. ¿Sabes que los médicos y los torturadores tienen algo en común?"
Que disparate, le dije. Me miro fijo y continuó. "Ambos tienen la maldita vocación de humillar al prójimo. ¿Te cuento  lo de mi operación?. Preste atención a su relato. "Cuando esa  mañana llegue al sanatorio, en ayunas y con un pijama de seda que mi señora, que  en paz descanse, compro para la ocasión,  me dieron la pieza en el sanatorio. Una enfermera jovencita y hermosa vino y me dijo gentilmente que desnudara. Iba a meterme en el baño para que la niña no me viera en pelotas cuando ella se rio y me dijo que sacate la ropa aquí, amorcito, no tengas vergüenza, y recogía eficientemente mi pantalón, mi camisa y mi camiseta y mis calzoncillos. Intimidado, me desnudaba dudando si mostrar la parte trasera o delantera de mi anatomía, tratando de elegir sobre la marcha entre dos tipos de vergüenza relacionados con el activo y el pasivo del  cuerpo humano. Agarre mi piyama nuevo de seda para vestirme lo más rápidamente posible, pero ella dijo eso no abuelito, ponete este, y me paso una especie de sotana verde, pero al revés, porque no tenía botones adelante sino un cordoncito como una babero para la nuca donde la niña hizo un moño, quedando la parta de atrás todo abierto y dejando mi trasero al aire. A esta altura ya me sentía avergonzado, deprimido. Me acosté en la cama boca arriba y la niña me ordeno perentoriamente que me pusiera boca abajo porque iba a venir la doctora a ponerle una "inyeccioncita tranquilizante". Se fue ella y entro la doctora, que mas parecía una modelo que una doctora. Yo estaba boca abajo sosteniendo pudorosamente mi contra sotana verde cuando ella riendo no se por qué aparto mi vestimenta con la indiferencia con que se corre la cortina de una ventana con vista al jardín y me clavo una larga aguja sin consideración alguna. Sentí un poco de  modorra, casi sueño, y me pareció que entraba una camilla , que  entre cuatro enfermeras y un doctor me alzaban como una bolsa de papas en una carretilla y fui por un largo pasillo, saltando de   una luz a otra. Adentro, una aguja en el brazo, otra en el espinazo, me dijeron que cuente de diez hasta cero, y cuando recordé estaba de nuevo en mi cama, enfundado en mi forro verde  con un frasco grande como un barril de suero conectado a mi muñeca. Vino el médico y me felicito porque según el nuca había  visto una próstata tan hermosa como la mía y que la operación había sido toda una belleza. Creí que me iban a permitir dormir, pero entro una enfermera gorda, madura y canchera, con una bandeja donde había un atemorizante contenido de lo que parecía unas largas camillas y tubitos de plástico. "A ver a ver mi tesorito, vamos a ver un poquito guapo porque no duele nada”  decía mientras apartaba mi poncho verde por delante, se apropiaba sin vergüenza ni respeto alguno de mi héroe de cien batallas y me metía hasta la vejiga la canilla con el tubito cuyo extremo desaparición bajo la cama, dentro de un frasco. Más tarde, la  veterana y cariñosa enfermera, me decía “vamos a pinchar un poquito el dedito de mi novio guapo" y me ensartaba una dolorosa aguja en el dedo . Y las inyecciones, cuatro o cinco al día, todas con un repertorio tierno como “va a salir hecho un pendejo del sanatorio mi tesorito“, “nuca vi un muchachito tan guapo y sufrido" . “No pongas na duro el culito mi amor que te va a doler" y otras expresiones de cristiano consuelo.
 “Y al fin, capítulo aparte para las visitas. Todas expresiones de solidaridad y de preocupación. ¿Pero por que  duran tanto?. Hay amigos  y parientes que cuando visitan a un enfermo, parece que  piensan que ya están en su velorio. Se sientan, se quedan horas, preguntan diez veces sino queres un poco de agua, si no querés usar el gallo o la chata, increíblemente afanosos de ser  útiles, sin llegar a pensar que lo mejor que pueden hacer es irse. Y es más, como me paso a mí, que vino una señora con su hijito de  cuatro años, que se bebió todo mi jugo de naranja, tiro abajo el florero que me trajo mi nuera, correteo y tropezó con el frasco  debajo de la cama que se derramo todo y . . . . . “ 
En fin, casi casi le di la razón a mi amigo Evaristo, que no quería operarse.
Mario Halley Mora - MHM

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