lunes, 6 de mayo de 2013

Personaje: DOS HISTORIAS

I
Estuve la semana pasada en un Sanatorio céntrico visitando a un familiar enfermo, y acompañándolo a veces. Y allí me tocó presenciar uno de esos inesperados dramas de la vida, que empezó cuando llegó una joven mamá primeriza que iba a dar a luz. La llevaron a una habitación próxima a la que estaba mi pariente, y casi enseguida la transportaron en camilla a la sala de partos, que cerró sus puertas y ante ellas se arremolinaban los parientes, especialmente el joven marido, y la que suponía la mamá de la parturienta, nerviosa y preguntona, y la mamá del marido, más tranquila y sosegada. Pasó bastante tiempo, de impaciencia para todos. Había un cartelito que prohibía fumar, pero el papá primerizo fumaba un cigarrillo tras otro. Y de pronto, se encendió una luz rosada: ¡Una niña! dijeron alborozadas las dos abuelas, y una colección de tías jóvenes que hablan llegado presurosas. El papá mostraba una cara como de <...y bueno, otra vez será>, postergando al varoncito de sus sueños. Y de pronto, la lucecita rosada se apagó, y en los rostros aparecieron improntas de negros presentimientos. Salió el médico, y la turba de parientes lo rodeó ansiosa. Oí murmurar al médico que la nena está bien, preguntó quién es el papá y se lo llevó aparte, tomándolo del brazo. Conversaron en susurros, ante la mirada alarmada de tías y abuelas. El médico argumentaba y el joven papá inclinaba la cabeza, como pesaroso. El médico se fue y los demás se abalanzaron sobre él, que se negó a hablar y salió afuera, con aire nervioso. Los parientes no sabían que sucedía, hasta que salió la joven parturienta dormida rumbo a su habitación, y todos siguieron en tropel la camilla, como en una procesión. En la puerta de la habitación ya había ramos y arreglos florales.
De una enfermera - cuando no - escuché la razón del alboroto. La bebita había nacido mogólica.
Del resto pude enterarme por rumores sueltos. El marido entró y pidió a todos los presentes que salieran afuera, y allí, en el pasillo, dio la noticia los familiares. Las abuelas se miraban con rencor, atribuyendo al linaje de la otra semejante accidente genético. Las jóvenes tías lloraron, algunas de impotencia, otras de vergüenza. El joven papá volvió a entrar para dar la noticia a su esposa, que había despertado y reclamaba su bebé. Se comentó después que el padre de la nena dio la mala noticia a la esposa, que entró en una crisis nerviosa, lloró, perdió el conocimiento y reaccionó de nuevo para seguir llorando. Y lo que es más trágico, se negó a que le trajeran a la bebé. No quería verla, y menos amamantarla.
Después, me contaron el resto. A los tres días, la mamá claudicó. O su ancestral instinto maternal venció al cúmulo de prejuicios sociales que cae sobre desgracias semejantes. Y pidió que le trajeran a la nena. Me dijeron que el mismo papá fue el portador de aquella vida rosada, que nació herida por el infortunio, que la depositó al lado de su esposa, esta la miró, se enterneció, suspiró ahogada por el amor que la invadía, dijo: ¡mi bebé...!, le ofreció el pecho, y la bebita empezó a chupar golosamente. Una corta separación se había restablecido. No hay nada que derrote a la maternidad, y se iniciaba un largo episodio de amor, abnegación y desafío al destino, que iba a unir para siempre a la niña con sus padres, en una batalla luminosa y sin fin.
ll
El otro episodio me colocó en el otro extremo de un nacimiento. Un cortejo fúnebre en el cementerio de la Recoleta, donde yo esperaba el “acompañamiento” de un viejo profesor, con el resultado cada vez más frecuente que me equivoqué de portón y el sepelio se realizó sin mi augusta presencia. Cuando me enteré de ello iba a abordar mi coche cuando llegó otro sepelio. La de una anciana dama que sus tiempos de juventud había sido una de esas señoritas de la Sociedad que en la Guerra del Chaco se habían presentado como enfermera voluntaria y trabajaron con amor y dignidad en aquellos humanitarios menesteres.
Los hijos, unos caballeros ya maduros portaban el lujoso ataúd, y uno de ellos ayudaba a caminar a su padre, un anciano señor, de débiles piernas, a quien con toda seguridad habían levantado de la cama, le pusieron algún traje negro por mucho tiempo guardado en el ropero, una camisa de anchísimo cuello donde flotaba el flaco cogote del anciano, e incongruentemente, una zapatilla de felpa, que el viejo caballero iba arrastrando penosamente, apoyado en su hijo. Empujado por cierta morbosa curiosidad de observador impenitente, seguí al cortejo, que llegó por fin a un imponente y barroco panteón familiar, abrieron la recia puerta de hierro, y con algunas pocas lágrimas depositaron en la cuna de la eternidad a la vieja señora. La puerta se cerró con un crujido metálico y definitivo. Y empezaron a retirarse...menos el esposo de la difunta, el anciano señor, en cuya mente obscurecida por la edad parecía aferrarse una impronta de cuarenta o cincuenta años compartidos...y que no podía terminar así, con una puerta de hierro que se cierra, y otra que se abría para dar paso a una soledad sin término. Se resistía a abandonar aquel lugar, y tuvo que ser llevado, por el mismo hijo, casi a la fuerza. Se iba alejando paso a paso, con aire remolón, y a cada instante, se detenía, giraba sobre sí mismo y amagaba volver, con débil e inútil empeño, porque lo iban alejando inexorablemente, y él se dejaba llevar a regañadientes, porque entre la vida doliente que le esperaba y la muerte que quería compartir, prefería lo segundo. Y eso es todo.
Mario Halley Mora - MHM

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