martes, 14 de mayo de 2013

Personaje: DON FILEMON de profesión pocero

Hay un axioma periodístico que dice que una fotografía vale más que cien informaciones escritas. Y esto lo descubrí cuando fui a casa de don Filemón, quizás uno de los últimos “poceros” que existen, y cuyo gremio está siendo desplazado por esas rápidas máquinas que cavan un pozo artesiano de 50 metros en 24 horas. Don Filemón sigue fiel a su oficio, y con ánimo de hacerle cavar un pozo en un terreno de las afueras, fui a visitarlo, en su casita de Villa Elisa, una mañana de domingo. Me invitó a compartir un tereré a la sombra de una apretada parralera, y me contó que había sido en su juventud una especie de criado-mucamo de una distinguida familia asuncena, que tenía una mansión - quinta en Areguá, actualmente destruida y convertida - decía don Filemón – en morada de fantasmas, arañas pollito y alacranes.
Recuerdo de aquel placentero trabajo de su juventud era un álbum de fotografías de antigua data - acaso de los años treinta o un poco menos -, que la familia había dejado abandonado en la gran casa, y del cual don Filemón se apropió. Me lo mostró, abrí sus duras páginas de cartulina, aún brillantes, y un desfile de fantasmas pasó por mis ojos y mi imaginación. Me impactó especialmente una de las fotos, de tamaño postal, se la pedí a don Filemón, y me la dio sin mayores reservas.
Y aquí está mi tema de la semana, en esta fotografía color sepia, que es también color tiempo, o color nostalgia, o color de la atmósfera en el mundo de los espíritus, que tengo
delante. Obviamente, es una foto que se tomó un domingo de mañana, día de fiesta, día de reunión de amigos que se agruparon frente a la cámara en una pausa feliz de aquel día de jolgorio. Notoriamente, el caballero gordo, grandote, bigotudo y de edad mediana que se había despojado del saco, pero quedaba en chaleco, era el dueño de casa, y su esposa, la señorita bajita y gorda, que sacaba más pecho de lo que abundantemente tenía, tal vez orgullosa de su marido casi tan grande como su casa. El caballero flaco, de cabello alborotado, que también se había despojado de la chaqueta y sus pantalones le llegaban más o menos hasta las tetillas, que tendía la mano ofreciendo un vaso de vino al fotógrafo, con toda seguridad era el tío solterón, hermano de la mamá y posiblemente un vago a quien la buena señora pasaba platita a escondidas.
Serio y circunspecto, con grandes bigotes, anteojos quevedos sobre la nariz y con un rostro solemne, con toda su ropa puesta y con la mano bajo la solapa del saco, como lo hacía Napoleón, o era el contador de la firma del patrón, o el abogado. Por lo visto, había un chistoso en la familia, o en el grupo, porque allí aparecía también un sujeto chiquito y calvo, con mucho aire de bufón que se fotografió chupando una botella de vino sostenida en el aire. A su lado, una dama alta y flaca, con la pollera hasta los tobillos, en la cintura un lazo como cinto rematado en gran moño, miraba al petiso bufón con reproche. Con seguridad era su esposa, y tenia la cara de estar guardándose un reto de filo, contrafilo y punta. . . “cuando volvamos a casa”, mientras tanto, - el bufoncito flaco no le daba pelota.
Un joven que tampoco se había despojado de saco, con un cuello altísimo como los que ahora se usan para inmovilizar lesionados en la columna, y una corbata ancha que más parecía una coraza, lucía un peinado pulidísimo, a la gomina, con una raya en el medio que parecía trazado con teodolito. Miraba de reojo a la chica que estaba a su lado, joven, bella, esplendorosa, de largos cabellos y cintas en la cabeza, con vaporoso vestido, de esos que se ven en las viejas postales de enamorada, que entrega una carta a una paloma en un jardín florido. Ella, con toda seguridad, la hija soltera de la familia, y el muchacho pacato, su invitado y pretendiente, tratando de parecer lo más serio posible. Una señora gorda, que lamentablemente se había peinado con bucles, parecía reírse a carcajadas como si tomarse una foto fuera el chiste más grande del mundo. Me resultó difícil ubicarla, y llegue a la conclusión, por su volumen, de que era la hermana solterona del dueño de casa. Solterona, porque no creo que nadie se hubiera atrevido a desposar a una elefanta semejante. También se veía a una pareja que posaba tomada mutuamente de la cintura, con una actitud bobalicona de enamorados. La joven parecía la hermana mayor de la jovencita esplendorosa, con toda seguridad recién casada con el joven baboso que la rodeaba por la cintura.
En la galería también figuraba un ancianito a quien habían sentado en un gran sillón, notoriamente enfermo, con un sombrero hasta los ojos, un gran rebozo sobre los hombros y una manta envolviendo sus piernas. Miraba la cámara con ojitos hundidos, y tal vez no mirara ya la cámara, sino a su mundo interior, a esa humareda tristona que deja en el espíritu el tiempo quemado hasta el rescoldo. Era, o el papá del patrón grandote, o el abuelo de la esposa petisa. Completaban la fotografía una chica de condición humilde, en posición de firme y mirando el suelo, seguramente criada, niñera o mucama a quien le habían dado el privilegio de posar, y un poquito, más atrás, entrando de rondón en el foco fotografico, un joven paisano de sombrero pirí, kasö mboka y descalzo, que bien podría ser don Filemón, el viejo “pocero” en su lejana juventud.
Delante, sentados en el césped, y en cuclillas, niñas con moño y niñitos con sus botines y medias, sus moñitos en el cuello y sus gorras hasta los ojos. Miraban la cámara con reverente solemnidad, salvo uno, matungo, de la categoría ya de “ta´yra Kasö”, que le sacaba la lengua al fotógrafo. Curiosamente, en sus rasgos me pareció reconocer a un distinguido médico cirujano, ya tan viejo en la actualidad como para merecer el calificativo de maestro y benefactor.
Tal vez, o sin tal vez, todo fuera imaginación, pero lo que no era imaginaria era la casa, la gente, el sello del tiempo que se fue. Las vidas que hoy ya no son, las sonrisas que son cenizas y los amores, humores, nombres y relaciones que apenas son rescoldo de recuerdos en la mente de nuevas generaciones de alguna gente que, en la prisa de la civilización y la competencia, está dejando la gran casa de Aregua, abandonada a los fantasmas, las arañas y los alacranes.,

Mario Halley Mora - MHM

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