martes, 27 de agosto de 2013

Comentario i: Al Maestro Dr. Gustavo Lezcano


Aunque tardío, queremos rendirle hoy un homenaje a un ilustre profesor de castellano, recientemente fallecido. El Dr. Gustavo Lezcano, cuya memoria resplandece, en la misma medida en que hoy, desde diversos sectores, se pone el acento sobre “lo mal que hablamos el castellano”, y cuando esta falencia se detecta hasta en los ámbitos universitarios, produce la justificada alarma. El Dr. Gustavo Lezcano, siguiendo una tradición familiar que se inicia con su ilustre padre y la siguen también sus hermanos, hizo un apostolado de la enseñanza del castellano. Adheridos - apasionadamente a las enseñanzas de Andrés Bello, tanto don J. Inocencio Lezcano como sus hijos, y entre ellos, Gustavo, lo dieron todo por la enseñanza del buen decir castellano en nuestro país, ilustrando a generaciones de estudiantes, tanto desde la cátedra donde hacían gala de la puntualidad y la austeridad de los auténticos maestros, hasta en los libros de texto que, a nuestro juicio, quizás hayan sido reemplazados, pero no superados hasta ahora. Al recordar especialmente al recientemente fallecido Dr. Gustavo Lezcano, esa frase que estampamos más arriba: “lo dieron todo”, no es la hueca fórmula de un cumplido al maestro que se ha marchado para siempre, sino el reflejo de una realidad admirable, reconocimiento de una conducta de “las que ya no se ven” o se ven muy poco en esta época materialista, concretada en la imagen del maestro de severo porte, de austera existencia, mas digno cuanto peor pagado, esclavo de un apretado horario que lo lleva siempre de prisa, siempre puntual, de clase en clase, de colegio en colegio, dando a su apostolado ese toque de humildad, casi de pobreza, que mas que amenguar, enriquece la personalidad del maestro, del auténtico maestro. De esa madera antigua y señorial era el Profesor Gustavo Lezcano. Un maestro completo, porque al señorío de su porte, unía la calidad de su enseñanza y la formalidad de su conducta profesional que lo hacía un maestro severo, hasta temido, pero esencialmente justo, con los méritos propios de quien dá a la cátedra un carácter misional que se cumplimenta hasta con el sacrificio de esperar de la enseñanza todas las satisfacciones, menos, la recompensa material que nunca se da al silencioso denuedo del apóstol. Que en paz descanse aquel profesor sin tacha, y que sirva de inspiración a quienes hoy, se sienten llamados a devolver el arte del bien pensar y del buen decir a nuestra juventud.
Mario Halley Mora - MHM (escrito el 2 de setiembre de 1983)

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