domingo, 18 de agosto de 2013

CUENTO - MUERTE ADMINISTRATIVA – Parte 1


Estaba sumergido en un dolorido golfo de silencio. Pero la voz del médico se abría paso hasta mí, como un lejano susurro de olas, con la diferencia de que aquel sonido tenía para mí un sentido claro, que llenaba mi pasiva indiferencia de enfermo con una información redonda, total, en cuyo perímetro apenas se agitaban mis ganas de seguir viviendo. “El hombre está muy grave” decía el susurro de olas lejanas, pasando sobre las aburridas escolleras de mi mínima resistencia. Y seguían otros conceptos: “Infección”, “contagioso” y “necesidad de aislamiento”.
Después en mi camilla sostenida por jadeos resignados, fui navegando a lo largo de un corredor triste como un río sin peces ni pájaros, con la vista clavada en un cambiante cielo de tejuelas y maderas, hasta desembocar en el portal amplio, donde una ambulancia me esperaba, toda blanca en su presunción tonta de figurar en el otro extremo del luto.
El vehículo se puso en marcha. Y agradecí que no sonara la sirena, pues siempre pensé que en su ulular insolente había una vacía ostentación de la angustia del que sufre, o de la caridad asalariada del que la conduce. Miles de sonidos callejeros penetraban en ese submundo sin matices ni aristas en que yacía. Y nada me decían hasta que un sonido especial se abrió paso, distinto y renovador, como un salvavidas que cae al agua y finge una islita de esperanza en la irreversible soledad del mar. Era nada más que un grito, de niño pregonando un diario. Todos los dolores del planeta bajo las sudadas axilas de un niño, y en su grito, la vida, la realidad de la lucha vibrando en los tímpanos del mundo. Me aferré al salvavidas y deseé vivir con tantas ganas que sentí que una lágrima se abría paso entre los pelos de mis barbas y caía en mis oídos.
Llegamos al sitio destinado a los infecciosos graves, y cuando otra camilla me conducía hacia el edificio, pensé que era tan raro que aún allí, fuesen tan verdes los árboles y tan puros los cantos de los gorriones. Después, un nuevo lecho, nueva enfermera, nuevos médicos, y yo tratando de darles ánimo, mostrándoles mis manos engarfiadas a la larga cuerda del salvavidas.
El lecho que esa mañana abandone para ser trasladado, aún estaba caliente cuando fue ocupado por otro enfermo. Al pie de él, una enfermera había hecho un pulcro paquete con mis pocas pertenencias. Mi madre entró silenciosamente en la sala, con su cara vieja pintada de angustia, alzó el paquetito que olía a mí, y se lo llevó en sus brazos, con el mismo gesto con que me llevaba acunado, cuando yo era bebé.
-Creo haber dejado aquí las pertenencias del enfermo N° 124 - decía la enfermera, que acababa de tomar el tumo.
-Acaba de llevárselas su madre -respondía otra y añadía- Se fue llorando, la pobre.
-¡Era tan joven el 124! -Suspiraba la enfermera.
En una polvorienta oficina de los fondos del Hospital, existe un fichero metálico. Dentro de sus cajones que chirrían con aspereza de herrumbre al ser abiertos hay ordenadas fichas que guardan la historia de cada enfermo. Son, dentro del fichero, tres cajones superpuestos.
En el medio, están las fichas de los que luchan por vivir. Si alguien muere, allí se anota el hecho, la ficha va a la junta semanal de médicos, donde “el caso” se discute y analiza, y la ficha vuelve . . . al cajón de abajo. Pero si uno sale curado, o por lo menos, con capacidad de prolongarse un poco más, en la cartulina se anota “alta', es objeto de la consabida discusión en la junta semanal, presumiblemente en tono más alegre, y vuelve, pero al cajón de arriba. Nunca conocí síntesis más gráfica y más breve de la vida y de la muerte, que ese bendito fichero de tres cajones.
La joven enfermera que tanto se dolió de la mala suerte del enfermo 124, que era yo, y que del llanto de mi madre, de mi abandono de la cama y del rescate de mis pobres cosas, dedujo que «durante su ausencia me había muerto, abrió el cajón del medio, buscó la ficha N° 124 y estampó en la última columna: “Fallecido”.
Con un femenino suspiro de pena como último homenaje al 124, colocó la ficha en la carpeta marcada “Junta de médicos”, cerró la gaveta y se fue.
sigue en parte 2 . . . 

No hay comentarios:

Publicar un comentario