sábado, 27 de abril de 2013

Personaje DON ELEUTERIO inspector de tranvías

Me enteré por Jorge Damián, que don Eleuterio era hace mucho tiempo un personaje típico de barrio, en el costado humilde, allí donde el empedrado burgués terminaba y  empezaba la "orilla". Una casita modesta, con un jardín delantero que solo era jardín porque tenía un sendero bordeado de margaritas, y haciendo sombras, unas plantas de chirimoyas, araticú guazú, que fructificaba en frutos de perfumada pulpa. Don Eleuterio era lo que se llamaba un buen vecino, un bueno y sacrificado padre de familia, compuesto por Ña Teresa, su esposa que cosía inagotablemente uniformes verde olivo para la intendencia del Ejercito, y los dos hijos, Román y Perla, estudiantes. Por su parte, don Eleuterio era Inspector de tranvías, de aquellos austeros representantes de la empresa que subían a los coches eléctricos, requerían de los boletos a los pasajeros y les hacia un agujerito con una pinza, envuelto en su correcto y limpio uniforme marrón, con blusa abotonada hasta el cuello, tipo Mao, y con sus botones correctamente prendidos. Los domingos iban a misa por la mañana, se comía un abundante “tallarín ryguazu“ al mediodía, y por la tarde, don Eleuterio iba a visitar a un ex – compañero tranviario pensionado por la Compañía, que había perdido las dos piernas en un accidente, y vivía en los arrabales arenosos de Pinoza.

- Me entere también que el hijo varón, Román, es un prospero medico en Texas, Estados Unidos, y que Perla vive en Colombia, casada con un arquitecto, y trabaja en aquel país como asistente social. Durante mucho tiempo, las paredes de la casa de don Eleuterio y Ña Teresa estaban llenas de fotos de nietos que no conocían sino por las postales.
Lo sé todo por un amigo, Jorge Damián, muchos años menor que yo, y sorprendentemente "hijo natural" algo tardío de don Eleuterio. El lector estará diciendo que en esta historia, que es real salvo los nombres y apellidos hay algo de contramano. Modesto y laborioso matrimonio proletario, de gente decente, correcta, circunspecta y respetuosa de Dios, a la que de pronto le aparece un "hijo natural“, o adulterino, en suma un bastardo, Algo que echa por tierra la imagen algo pacata y vertical del severo Inspector tranviario, de blusa abotonada. El hijo natural parece desteñirlo todo, la santidad de aquella casita, el hogar modesto y limpio, la buena mama aguantado el dolor de sus varices y cosiendo y los hijos quemándose las pestañas estudiando. Mi amigo Jorge Damián viene a ser entonces en este relato algo así como un chimpancé jugando en una cristalería.
Pero él me explica la cuestión. - Es una cuestión de velocidad  - me dice - Aquella familia se organizo para competir no solo contra la pobreza, sino contra el tiempo. Ña Teresa no se daba tregua en trabajar, ni don Eleuterio, mi padre, ni los hijos, estudiando. Con el tiempo, llegué a la conclusión que aquello, más que una familia, era una empresa para salir adelante, tirando sin pausas. El resultado es que los dos hijos, Román y Perla, se recibieron jóvenes, con buenas notas. Recibieron ofertas y becas, se fueron, y de pronto, cayó sobre la casa la pesadez del deber cumplido, y la perspectiva de que adelante ya no había mucho por hacer. Doña Teresa se conformo, pero don Eleuterio no. Libre del compromiso, perdió su compostura, descubrió el mundo de afuera que se había negado, o al que había renunciado y cambió. Salió más de la casa, se iba los domingos a jugar el "sapo" en el patio trasero del almacén, hasta que se iba la luz del día y se tenía que encender la lámpara de carburo para seguir jugando, se hizo allí amigo de unos borrachos, y empezó a tomar con moderación, pero lo suficiente como para ir soltando viejas correas y bozales de su estricta moralidad. Entonces conoció a mi madre, mucho más joven que ña Teresa. . . y de la que no tengo buen recuerdo, porque sucedió que fui concebido como accidente molesto para mi madre, que era una "embarcadiza" bastante aventurera, es decir, viajaba una vez por mes a Buenos Aires, con el vapor de la carrera, llevando cosidos a la faja para una joyería porteña joyas típicas paraguayas, orfebrería en oro y plata, ñanduti, y collares de coral. Un día, sencillamente, mi madre me envolvió en almidonados pañales, fue tranquilamente a depositarme en el regazo de la sorprendida y  desconcertada Ña Teresa, y desapareció.
Don Eleuterio, mi padre, logro capear el temporal. Confesó su desliz extramatrimonial. En la buena de ña Teresa se suscitó un gran conflicto entre sus principios morales y la bondad de corazón de una mamá buenota y compasiva. Termino por aceptarme. Y entonces, las cosas volvieron a su cauce de antes. La vida tenía sentido y misión de nuevo. Otra vez se volvía al destino de criar y crear. Y el sujeto era yo, substituto de los que se fueron, ancla para sujetarlos a una rutina que tenia cierto matiz de felicidad conformista. Cuando aprendí a decir "mama" fue para decírselo a Ña Teresa.
Los legítimos hijos de Eleuterio y Teresa - siguió contando mi amigo - se enteraron por cable de la muerte de ña Teresa primero, y de don Eleuterio dos años más tarde y enviaron condolencias y dinero para un "panteón bien lindo“ como decían. Solo yo los acompañe a la última morada, con el corazón lleno de amor y de gratitud.
En fin, amigo lector, esta es la historia sin aristas que me conto el Dr. Jorge Damián Peñalva (nombre cambiado) Presidente del Banco de . . . . . .  mientras en la calidez de su despacho con calefacción del último piso de un edificio céntrico, esperábamos que la secretaria terminara el papeleo de un crédito que estaba solicitando. Movilidad social, que le llaman, y que parece una de las pocas prendas de nuestra Sociedad.
Mario Halley Mora - MHM

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