sábado, 20 de abril de 2013

Personaje: DON ELITO acumulando recuerdos y nostalgias con los años



Don Eliodoro, o don Elito, para abreviar, mi amigo de 80 años, anda tan eufórico por la transcripción de sus recuerdos que él opone como contraofensiva a la onda desconsiderada para él, del “viejazo", que esta vez no lo visité yo, si me visito él, llevado a casa por un nieto que conducía un modernísimo auto japonés (Todo de plástico,¡¡puaf!! - según don Elito) y dispuesto a remover las cenizas de su nostalgia para    beneficio de mi columna semanal. Le ofrecí alguna bebida y solo acepto un cafecito sin azúcar.
- Y a propósito de agasajar a las visitas - me dijo después don Elito - papa recibía a sus amigos bajo la sombra de la parra, o del naranjo, donde se sentaban en cómodos sillones de mimbre, y no ofrecía bebidas ni café. Mi madre, o la abuela Venancia, traían una mesita y encima colocaban una limpia palangana  enlozada con agua fría, y en ella, mangos o yvapurú, cuando no guayabas, o dorados guavira o verdes guavirami, traídos de la quinta que teníamos en Lambaré. A veces el agasajo eran de gordos y cremosos aratiku (chirimoya) guasu, amarillos y  aterciopelados yva hai o racimos de uva, que la abuela no llamaba uva sino "parral". Recuerdo que uno de sus más asiduos visitantes, gran amigo de papá y profesor de Latín, no recuerdo donde, sufría del hígado, y cuando se marchaba de casa, llevaba una Canasta de Lima de Persia, cosechada voluntariosamente por la abuela Venancia, y que según ella, daba un jugo milagroso para curar todo, especialmente la tiricia, ¿No te aburro?
 - De ninguna manera, don Elito - , le respondí alentándolo a continuar acomodando el grabador que merecía miradas de desconfianza de mi amigo.
 - Te darás cuenta que menciono mas a mi abuela que a mi mama - dijo y agrego - es que era todo un personaje la abuela Venancia. Tenía un sentido agudo de la propiedad, y constituía para ella todo un insulto que las gallinas de la vecina pasaran a picotear en nuestro patio. Una vez decidió dar una lección, no a la vecina, sino a la gallina más atrevida que hasta había entrado a su habitación y cagado desconsideradamente en el piso inmaculado de baldosas. Mató a la gallina con rumbo al almuerzo del día, y cuando oía que la vecina cocoreaba y rebuscaba entre los matorrales llamando a su ponedora perdida, la abuela sonreía malignamente.
Lo malo es que esa tarde de julio, el viento cambio repentinamente y se llevo al patio de la vecina el plumaje de la gallina sacrificada, como evidente prueba del gallinicidio que había cometido la abuela Mi abuela no salió de su habitación durante tres meses por lo menos.
- Mi padre fue el primero en el vecindario, como te conté en comprar un auto, Studebaker 1928 y una radio Telefunken. También fue el primero en descartar el aljibe, cansado de hacer arreglar canaletas y extraer sapos y gatos ahogados de las profundidades, e hizo instalar un pozo artesiano, con su correspondiente torre en la cual giraba un enorme molino de viento que movía la bomba. Recuerdo bien que en la gran veleta timón que oponía al viento las hélices, estaba, pintada una leyenda: "SAC Manuel Ferreira", importador del artilugio. En aquel tiempo, el agua era el gran problema, y el espectáculo de los poderosos y cristalinos chorros extraídos de las profundidades era para el vecindario una maravilla y una tentación porque no tardaron en  aparece niños y adultos con recipientes pidiendo "un poco de su agua, don Zenón". Mama y papa, generosos y cristianos permitían todo, y cuando abuela disgustada por tanta incursión pedigüeña en la propiedad se puso cobrar un "níquel" de un peso más otro pequeñito de 50 centavos  (quince reales, según abuela) por lata de agua, recibió una severa reprimenda de mi padre. Pero al fin, como especialmente en verano el pozo se convirtió en una romería, mi padre hizo instalar una larga  cañería que llevaba el agua hasta la calle,  la concurrencia sedienta creció para la exasperación de la abuela Venancia, y cuando aparecieron unos chicos “aguateros" montados en burro, y llevando a cada lado del pollino unas árganas que sostienen sendas latas que fueron de querosén, de  veinte litros, casi le dio un ataque. Pero  aun le esperaba más depresiones cuanto  también se sumo primero uno, después  dos, hasta media docena de carros  “aguateros” de tres mulas y un tanque de 300 litros a surtirse del inagotable pozo. 
Allí mi padre le dio razón a la abuela, pero como sostenía que el agua es un don de   Dios y venderla es un pecado (con perdón de Corposana), permitió a mi abuela que  convocara a las Hijas de María de la parroquia, y que ellas administraran el pozo para financiar obras piadosas.
Abuela Venancia quedo a medias conforme. Y papa también, porque ya entonces lo gratis era considerado derecho adquirido, y cuando se empezó a cobrar, aparecía en nuestra muralla leyendas como “don Zenón ladrón".
- Creo haberte mencionado al tío vago, criador de gallos de riña y peluquero a domicilio que me regalo un organillo Hohner. Yo adoraba al tío Gregorio, que una vez saco en una rifa una colección de por lo menos 20 tomos de un libro llamado  El Tesoro de la Juventud que corrió a regalármelos. Los tengo hasta hoy, y ni loco se los presto a mis nietos. Aquel tío llego a casa un vienes de tarde trayendo en una bolsa un gallo de pelea, porque la riña  estaba teóricamente prohibida), con la idea de llevarlo al día siguiente sábado a Lambaré, donde había reñideros. Lo ato a un árbol, en las ramas altas, había sido para que no picoteara nada en tierra,  pasara hambre, anhelara a las gallinas, odiara al gallo proletario y satisfecho que teníamos y acumulara furia para la riña del día siguiente. Yo no conocía aquellas leyes del gladiador plumífero, y al día siguiente, sábado, muy temprano, compadecido de aquel guerrero cautivo le di de comer la miga de un pan sobrado completo que guardé del desayuno, más un plato de fideos que había sobrado de la cena anterior. Sin saberlo, el tío metió el gallo en bolsa y fue a Lambaré. Volvió entristecido a la tarde, mi mama le sirvió una merienda y él le contaba a su hermana y  que no se explicaba como un gallo ordinario y tuerto había masacrado a su querido gallo de riña. Yo callé mi culpa, y siempre me consolé pensando que aquel gallo murió por lo menos con el estomago lleno.
- Pues bien  - prosiguió don Elito con un suspiro - ¿No te parece que todo ser humano va acumulando recuerdos y nostalgias con los años, y cuanto más viejo, mas grande y querido el tesoro en los arcones de la memoria?; ¿Porqué hacer mofa de ello? Y ahora me voy, porque mi nieto estará impaciente ya, esperándome en ese estuche de plástico motorizado al que llama auto. Auto era el Studebaker de papa, todo de hierro.
Mario Halley Mora - MHM

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