sábado, 20 de abril de 2013

Personaje: DON LISANDRO (DON ELITO 3)

-      ¿Es Ud. don Mario?
-      Sí, señor, yo soy. 
-      ¿Es Ud. el que escribe esa cosa de los domingos en NOTICIAS?
-      El mismo.
-      Sin me permite, vengo a traerle mi adhesión a don Elito. 
El que me visitaba en mi casa, en esa hora crepuscular en que en mi barrio  recoleto todavía es posible sacar sillas en la acera sin el peligro de ser aplastado con silla y todo por algún tuerca, era don Lisandro, según me dijo después. Un  anciano calvo y flaco que todavía, con  postrer coquetería, peinaba cuatro cabellos a la derecha y tres a la izquierda, bien pegaditos al cráneo que ya traía  inevitables anticipos de calavera, con perdón. Lo invité a sentarse. Le ofrecí  bebidas y me acepto al fin una Cola dietética, y de la conversación, extracto  lo que sigue. 
 - Aplaudo a don Elito - me  dijo  - cuando dice que ser viejo es una  secuencia inevitable de la vida, y agrego yo que la vejez acarrea muchas tristezas, pero nos conserva el consuelo de recordar. Un viejo sin memoria es como  un joyero vacio, un piano sin cuerdas  ¿No es cierto? 
Le di la razón intuyendo que mi visitante fue, o era poeta, porque se dice  que cuando uno es poeta, lo es hasta la  consumación. Su conversación fluida me tomo de sorpresa hasta que él me  conto que era profesor jubilado, y que había enseñado Teneduría de Libros y  Correspondencia en las Escuelas de Comercio.
- Claro que hay unos errores en la memoria de don Elito - prosiguió -   es cierto que el tranvía 7 llevaba a Cambio Grande, pero ese lugar no era  "el patio de maniobras del tren " como dice don Elito. El patio de maniobras  estaba detrás de la Estación misma tenia encima de las vías una especie de  viaducto, donde me llevaba mi papa a ver como las entonces relucientes locomotoras se aposentaban sobre una gran vía móvil que giraba sobre su eje, y colocaba el monstruo en otra dirección,  tomando otra vía. Entonces el tren era  propiedad de los ingleses, y funcionaba como lo hacen funcionar los ingleses,  con guarda de botones dorados, inspectores con gorra de general, y con el vagón de los ejecutivos que era un palacio sobre ruedas. Después nacionalizaron el tren, con banda, pífanos, banderas, toques de sirena y actas y  discursos nacionalistas, y el tren empezó la agonía que ya lo tiene hoy en  terapia intensiva, sin morirse de una  vez por todas de puro caradura. Pero esa es otra historia, porque el Cambio Grande no era patio de maniobras, sino  como hasta ahora, un gran andén para los vagones de carga, sobre la calle Artigas, con depósitos que hasta ahora  están. Trabajé allí de mita´i, con un lápiz y un cuaderno, anotando para los  patrones cada bolsa de maíz, arroz, poroto, cada fardo de alfalfa o de tabaco, que se trasvasaba desde los vago a los últimos carros de carga, de cinco mulas, o a los primeros camiones, entre los cuales los mas forzados eran de marca International, o Mack, que tenían el emblema un perro bulldog sobre la tapa del radiador.
  - Los "hombreadores" del Cambio Grande, es decir, los forzudos  que manipulaban la carga, eran todos  unos personajes Duros, fibrosos, ceñudos, atletas flacos, puro fibra y músculos. Recuerdo especialmente a uno, Crisanto, menudito, pero ancho de espaldas. Llegaba las seis y media de la mañana, amanecido de farra, o de hambre, tembloroso. Pasaba por el buche un cuarto de caña fuerte y se transformaba. La caña, más que su desayuno, era el combustible que su organismo de borracho metabolizaba y convertía en inagotable energía. Quisiera ver hoy a uno de esos musculosos que se exhiben como señoritas, competir con Crisanto en la rapidez de alzar a los hombros una bolsa de yerba "Ley", dura como piedra y con setenta kilos y llevarle diez metros. Crisanto gana, siempre que haya cargado por lo menos un  cuarto de tanque, claro. Un detalle que no olvido era la "ley del derrame",  cualquier mercancía que se salía de las bolsas de aspilleras y se derramaba en  el piso del vagón o de la calle, pertenecía a los peones, cuyas mujeres pálidas  ya venían preparadas a recogerla, sea, maíz, poroto, locro o locrillo. Nunca  delaté a nadie, hacerlo hubiera sido un suicidio, porque un coscorrón de esas que muchos derrames no eran por la rotura de la bolsa, sino por la picardía de los peones, que a pura uña perforaban las bolsas.
- Me extraña que don Elito, a quien quisiera conocer para compartir nostalgias - siguió diciendo don Lisandro - no haya contado que de joven fuera al Bar Vila, donde todo el día había música de orquesta a veces que venían de Buenos Aires, como el del maestro Bolla, que hizo el tango "Olimpia", (Aquí don Lisandro me canto la letra completa, soy del Olimpia, campeón de campeones . . etc.), lo que motivo a Cerro a replicar con una polca que la compuso un jovencito llamado Herminio Jiménez (otra vez tuve que soportar la letra completa, en la voz cascada de mi visitante, Irala el gran Presidente etc.), Pero si don Elito no fue al Vila, debió haber ido al bar la Bolsa, de don Blasco, donde también había orquesta o simplemente a haraganear en aquellos cafés amables que y ya no existen, Tokio, Polo Norte, Felsina con su billar y su asamblea de astros del deporte, boxeadores y vagos elegantes, o terminar cenando en El Rubio su clásico bife a caballo, con cuatro huevos fritos que habrán matado con colesterol a dos generaciones de noctámbulos por lo  menos.
- Siento pena por el papá de  don Elito, que se compro el Studebaker, y no lo podía sostener sobre las vías del y tranvía, que era el único modo de salvarse del empedrado, que entonces era un asesino como ahora. Debió hacerse enseñar por Ruggilo, un conductor de chapa blanca, que paso a la historia, como "El rey de las vías".
- Claro que se equivoco el papa de don Elito al comprarse el Studebaker  - termino mi visitante - , porque el verdadero auto era el Packard, con motor de 8 cilindros en línea, que ronroneaba como un gatito, y fue el primer auto de mi papa. Pero eso quisiera discutirlo con don Elito.
Por fin se despidió y lo vi marcharse por la calle oscura, erguido, orgulloso de los años vividos y sin mucho temor por los días por vivir.
Chau, abuelo.
Mario Halley Mora -  MHM

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