sábado, 20 de abril de 2013

Personaje: DON ELITO VUELVE A LA CARGA

Me gusto la transcripción que hiciste de mis recuerdos, me dijo don  Elito, mi amigo octogenario que  se había revelado contra el agravio del “viejazo" y agrego: "Te voy a seguir  contando y apúntalo todo, como la vez  pasada". 
Éramos de costumbres sencillas - me dijo -, la abuela Venancia criaba gallinas sueltas y de las más diversas razas, en el  gran patio. Se levantaba a las cuatro y la  criadita le cebaba el mate, después agarraba su canasta y se iba a explorar los nidales en busca de huevos, en el yuyal del fondo, en el huevo del tronco del gran cedro, entre las apretadas plantas del bananal, desde donde una vez salió corriendo despavorida con la aparición de una peluda araña pollito. También quiso criar unas gallinas de Guinea a sugerencia de mi padre a quien le habían mentado los poderes afrodisiacos  del huevo de Guinea, pero todo salió mal, porque, valga el ejemplo, cuando una gallina  pone huevos lo anuncia ella haciendo un solo de cacareo, a lo sumo acompañada por el gallo que reclama su participación en el  hecho, pero cuando una Guinea pone huevos cacarean las veinte en coro, y una vez el concierto se produjo a la siesta, y papá fue arrancado de su sueño sagrado, y se levanto con una Colt 38 a hacer una masacre avícola.
A propósito de las gallinas  - siguió  diciendo - nunca fue mayor placer en mi infancia que observar que la gallina se había vuelto clueca, y empezaba a empollar la nidada, 10,12, o 15 huevos, todos de  misterioso origen y procedencia. Yo contaba los días impaciente, y justo al decimonoveno día se producía el milagro, empezaba a romperse la cascara, asomaba un piquito amarillo, después una cabecita y finalmente el forcejeo para salir afuera, de .... pollito mojado y feo. Eran suaves montoncitos de terciopelo de colores distintos, negros, blancos, mbataras y de distintos  linajes, karape, ajura peró, aka voto. Como te cuento, toda una fiesta de la inocencia. A propósito de inocencia, un tío solterón, que era "riñero" (criaba gallos de riña) me regalo alguna vez un “organillo", que así se llamaban las armónicas. Lo recuerdo bien, enorme, de marca Hohner, alemana, que me puse a ensayar hasta que me salió enterita "Isla de Capi" y "Ramona", pero mi papá opino que tocar organillos era cosa de vagos y de mendigos, y me privo del instrumento. Lastima., porque me gustaba. 
El gran acontecimiento se produjo cuando mi padre se compro el primer auto flamante. Un Studebaker 1928, que tenía capota de lona, una diosa alada en la tapa del radiador y un volante de madera, enorme como la rueda de un carro. Todo el vecindario concurrió 
a contemplar aquel monstruo y mi papa no cesaba de informar que tenía "freno hidráulico" y entonces todo el mundo se ponía a ponderar semejante adelanto, sin tener la menor idea de lo que era un freno hidráulico. Para entrenar el auto papa invito a subir a toda la familia, y así lo hicimos, menos la abuela Venancia que juraba por todos los santos que jamás subiría a esa máquina del diablo, y fuimos hacia el centro donde papa quiso demostrar su pericia de conductor, manteniendo el auto sobre las vías de tranvía, pero caía una y otra vez, y a la tercera se rompieron los rayos de madera de las ruedas. Tuvimos que volver a pie de aquel paseo y la hombría de papa no quedo bien parada, a pesar de que mi sabia mama culpaba al auto, no al conductor, para aliviar un poco el ego lastimado del marido.

Precursor en todo, también mi papa fue el primero en traer a casa un aparato de radio. Lo recuerdo bien, marca Telefunken, de doce lámparas (Las lámparas en las radios, como los rubíes en los relojes establecían la tabla de la calidad). Era enorme como un ropero, con un dial circular iluminado y con números rojos, verdes, amarillos y una gran aguja para sintonizar. Ante la sumisa admiración, bastante elaborada, de mi mama, papa instalo la antena, dos altas tacuaras en ambos extremos de la propiedad, un largo hilo de cobre entre tacuara y tacuara, y en el centro, el cable que llevaba a la radio. El aparato también produjo un cambio en la conducta de la abuela Venancia, que apenas asomaba el mal tiempo corría a refugiarse en su pieza segura de que el artilugio aéreo montado por papa era un desafío suicida a la furia del rayo. Con aquella radio, no había mucho que escuchar, salvo las emisiones de radio El País, de un caballero de apellido Artaza. Y ahora que recuerdo, durante la Guerra del Chaco, cuando había noticias triunfales y sonaba la sirena del diario La Tribuna, los vecinos de diez cuadras a la redonda corrían a casa a escuchar los comunicados de guerra.
La gente que vivía en el centro, a su vez, corría hasta el edificio del diario, donde instalaban en el balcón un pizarrón con las noticias. A propósito, no olvido que cierta noche, buscando en la onda corta, papa sintonizo radio La Paz, y el que hablaba era el mismísimo presidente Salamanca, de Bolivia. ¡Es Salamanca! grito papa. La abuela Venancia creyó que había entrado el perro ladrón del vecino, a quien le había puesto el nombre de Salamanca, y busco una escoba, pero cuando dijeron que aquella voz que salía como entre chirridos del infierno era la del siniestro agresor, trajo comiendo su rosario y lo colgó delante del receptor para conjurar cualquier maligna influencia. Niña durante una guerra, abuela durante otra, mi abuela Venancia había aprendido a concebir como monstruos a todo lo que fuera enemigo. Y ahora que lo pienso, no dejaba de tener razón.
La vida doméstica  - continuo  - , era de una sencillez extrema. ¿Te das cuenta de que las costumbres cambiaron hoy porque el fuego es caro? Entonces el fuego era barato. El brasero siempre encendido, y encima la robusta olla de hierro, olla hú, en la que todos los sabores estaban presentes e intactos. La albahaca, el romero, el Kuratú. y el locro con cecina o so’o pirú era espeso, vigoroso, y el puchero y el guiso. No teníamos esos hornos de microondas que entregan manjares insípidos hechos  de prisa para comer de prisa. En el patio estaba el tatakua, que la abuela Venancia   encendía para dorar la sopa paraguaya,  el caburé o el chipa aramiro, con sabor a leña y con mucho queso paraguay, que no tenia sabor a plástico, sino a queso. Y el desayuno era el mate cocido con leche, en jarro enlosado y con "galleta con grasa". El dulce de aguai era el postre que hacia mi madre cosechando los frutos del árbol del patio, oscuro siempre y nido de murciélagos, o el quibebé con leche del hoy menos preciado andai...
Está bien - concluyo don Elito - si el recuerdo, la nostalgia y la melancolía por el tiempo que no volverá y los amores y afectos que son cenizas me hacen viejazo, sea en buena hora, porque al final de todo, que el viejo sea "viejazo", es su mejor consuelo. ¿ajepa? . `
Mario Halley Mora - MHM


No hay comentarios:

Publicar un comentario